Casi todos los caminos de la recta final de las elecciones estadounidenses pasan por Arizona. Tanto literal ―ambos candidatos, Kamala Harris y Donald Trump, coincidieron el jueves con sendos actos aquí―, como figuradamente: de entre los siete Estados bisagra que decidirán el próximo presidente, Arizona, que aporta 11 votos electorales, es el de mayor porcentaje de población latina (una tercera parte) y nativo americana (casi un 5%); el escenario donde hace cuatro años la Gran Mentira del fraude electoral de Trump mostró su cara más violenta; y un territorio cuyos votantes se pronunciarán directamente en un referéndum acerca del derecho al aborto, uno de los principales temas de la campaña.
Pero sobre todo, se trata del único del lote con frontera, preocupación que ha dominado el debate durante estos meses gracias, en gran medida, al discurso xenófobo del candidato republicano.
Arizona y México comparten una linde de unos 600 kilómetros, así como una crisis migratoria que se otea, literal y figuradamente, desde el torreón con visión circular en el que duermen, con una escopeta negra cargada al lado de la cama, Sue y Jim Chilton, un matrimonio de rancheros octogenarios. Tienen un rifle en el piso de abajo, cerca de la puerta, y armas cortas en todos los coches que usan ellos y los cinco cowboys que trabajan en la granja de unas 2.000 hectáreas, un terreno rugoso y árido dedicado a la cría de vacas.
El límite sur de la finca lo marca, a una hora y media en 4×4 desde la casa, el muro de Trump, que en esta parte es una valla de acero de unos 10 metros de altura cuya construcción interrumpió Joe Biden en su primer día en la Casa Blanca. La decisión dejó a los Chilton un embudo de unos 800 metros de ancho en una transitada zona de paso que, denuncian, no solo usan los migrantes que vienen a reclamar asilo ―“la buena gente”, los llaman―, sino también “los malos”: traficantes de drogas y de personas.
“Es fácil distinguirlos”, advierte Sue Chilton en la cocina de su casa ante un mapa ampliado de la finca. “Cuando rodean el muro, los primeros caminan hacia el oeste para entregarse a la patrulla fronteriza: solo en abril se produjeron en nuestro rancho 5.640 ‘encuentros’ (con los patrulleros), según cifras oficiales. Los demás van al norte. Nos han dicho que un 20% de esos traen drogas: fentanilo, cocaína, metanfetamina y heroína. El resto de los que pasan por nuestro terreno”, continúa Chilton, “se dedica a escoltar a personas que han sido deportadas previamente y tienen prohibida la entrada, gente que no puede solicitar asilo o individuos buscados por la ley en su país de origen o en este”.
Para subrayar las palabras de su esposa, Jim Chilton saca un viejo ordenador portátil para mostrar imágenes de las cámaras infrarrojas activadas por el movimiento que tiene colocadas desde hace una década por su terreno. Con ellas, ha montado un vídeo de casi dos horas en el que se ve a grupos de tres o cuatro hombres vestidos de camuflaje que portan mochilas y llevan los pies enguantados para no dejar huellas con unas fundas que luego dejan tiradas por ahí. El ranchero calcula que durante los cuatro años de Trump en la Casa Blanca, sus cámaras captaron unas 1.000 imágenes. “Desde que llegó Biden, el número ha ascendido a unas 1.200 por año”, calcula.
La historia de los Chilton llegó hace tiempo a oídos de Trump. Jim participó en un acto con el que era aún presidente en 2019 del que cuelgan fotos en el pasillo de la casa entre recuerdos de la historia de una “familia de rancheros en Arizona desde 1885″. El matrimonio ―que aclara que apoya la “entrada legal y ordenada de hasta tres millones de migrantes por año”― fue en julio una de las estrellas de la Convención Nacional Republicana de Milwaukee, donde expusieron su caso ante una audiencia millonaria y pidieron que el expresidente terminara el muro para asegurar su propiedad, pero también el país.
Además de las cámaras, los Chilton mantienen 29 puntos de agua potable en la finca para evitar que “los que quedan atrás” mueran de sed. El año pasado, encontraron tres cadáveres, uno de ellos, decapitado (en ese periodo, al menos 114 que murieron en la parte de la frontera de Arizona). También les preocupan los robos: ya han entrado dos veces en su casa. La comisaría más cercana está a una hora y media en coche, porque Arivaca, el núcleo más próximo, un cruce de caminos de película del Oeste, hace tiempo que perdió la suya. “Por eso, todos los vecinos de esta zona vivimos armados”, se justifica ella.
La pareja está en contacto con los grupos de “samaritanos” de la zona que ayudan a los migrantes dejando en los caminos agua o comida. Uno de esos voluntarios es Tim Doherty y vive en Albany (Nueva York) pero pasa temporadas en Tucson, la segunda ciudad más poblada del Estado, desde donde emprende excursiones casi a diario para hacer trabajo humanitario en la frontera.
Doherty conoce y aprecia a los Chilton, pero opina que yerran en su análisis de las imágenes que toman sus cámaras. “No creo que el narco introduzca tantas drogas en EE UU por allí como ellos creen; en realidad, las autoridades dicen que las meten masivamente ocultas en coches y camiones y por los puertos de entrada. Ahora, entiendo que esa pareja de ancianos esté muy asustada”, dice mientras el todoterreno rebota por los caminos de tierra rumbo al lugar en el que la valla termina y empieza el campo abierto, una imagen extrañamente poética que subraya la irrealidad de la idea de una frontera que solo existe en la imaginación de quien la dibujó en el mapa.
A los migrantes que cruzan por esta parte les aguarda del lado estadounidense una vastísima porción de tierra sin cobertura ni apenas sombra a 35 grados de temperatura un mediodía de finales de octubre. Aquí y allá, hay campistas, camionetas de la patrulla fronteriza y 4×4 cargados con “vigilantes” civiles, tipos armados y con cara de pocos amigos que buscan grupos de personas perdidas para entregarlas a las autoridades.
En la parte mexicana de Nogales, una gran ciudad partida en dos por la linde, los autobuses de deportados en caliente escupen continuamente migrantes sin suerte. Todos repiten, con apenas variantes, la historia de Maribel Ábalos Antolín, que, con lágrimas secas en el rostro, dice que trató de cruzar con sus dos hijos, sus padres y una tía, y que en un punto determinado los coyotes que traficaban con ellos, a los que pagaron 15.000 pesos (algo menos de 700 euros) por adulto y 12.000 por niño, los abandonaron para que continuaran solos.
Cuando los descubrieron los agentes, no les dejaron hablar, tampoco decir que llegaban buscando asilo de Michoacán, donde el marido de ella había desaparecido, sospechan que en las fauces del narco. Les quitaron los cordones de los zapatos para que no pudieran salir corriendo y los mandaron a una dependencia en Tucson a la que le dicen “la nevera” por el frío que hace. Allí estuvieron varios días esperando su expulsión.
Es la nueva realidad de la frontera desde que en junio pasado Biden firmó una orden ejecutiva que endurecía las condiciones para solicitar asilo en un intento desesperado de cerrar la puerta al final de una legislatura que ha batido los récords de cruces ilegales. Entonces, Biden aún era candidato y había unas elecciones que ganar frente a un rival que ha redoblado los ataques xenófobos a los migrantes y promete “la mayor deportación de la historia” si resulta elegido. En los meses de julio a septiembre, las interceptaciones de irregulares por parte de las autoridades se redujeron a la mitad.
“A Trump no le importa la frontera, solo le importa el tema de conversación”, dijo en una entrevista con EL PAÍS el senador demócrata por Arizona Mark Kelly al día siguiente de la visita a Nogales. Pocas horas antes, el candidato republicano había ofrecido un mitin en Tempe, ciudad que pertenece al gran conurbano de Phoenix, en el que escaló un poco más en su retórica antiinmigrante al asegurar ante una masa enfervorecida de sus simpatizantes, entre los que había un buen montón de latinos, que EE UU se ha convertido en un “cubo de basura” procedente de todas partes del mundo, “de Latinoamérica al Congo”. Cuando se escuchó a sí mismo, Trump se detuvo un instante y, con gesto satisfecho, añadió: “Es la primera vez que se me ocurre lo del cubo de basura, pero sabéis qué, es una descripción bastante acertada”.
Al escuchar esas palabras, Kelly ―que es uno de los políticos más carismáticos de EE UU, como solo puede serlo en este país alguien con un pasado de piloto, veterano de guerra y astronauta― recordó que Trump pidió a los suyos en el Capitolio que no aprobaran una “histórica ley bipartidista sobre seguridad migratoria”, porque algo así le habría restado opciones en las urnas. Kelly también reprodujo el discurso endurecido que caracteriza el argumentario de su partido en los últimos meses: “Nuestro reto es hacer que los electores entiendan que la solución era aquella: poner más agentes y añadir barreras en los lugares en los que tiene sentido, como ha hecho Biden. Allá donde las comunidades y la patrulla fronteriza las están pidiendo. El resto es teatro”.
Los demócratas no tienen fácil que cunda ese mensaje en un lugar como Arizona, donde las encuestas dan a tres días de la cita con las urnas un empate técnico que otorga una ligerísima ventaja a Trump. En 2020, Biden se llevó en una elección que fue puesta en duda sin fundamento por su rival por poco más de 10.000 votos un Estado que no elegía demócrata desde 1996. El presidente ganó sobradamente en dos de los cuatro distritos que comparten separación con México, y eso podría confirmar que los problemas migratorios se viven con menos histerismo en las ciudades y pueblos de la frontera que en los pasillos del Capitolio o en los platós de Fox News.
Cuando cierren los colegios electorales el martes tras una campaña sobrevolada de nuevo por la sombra del fraude ―en la que los funcionarios electorales contienen la respiración ante las posibles amenazas y quién sabe si la violencia; y hay votantes como Sandy Barrett-Jackson que creen que “el robo ya ha empezado”― quedará por fin despejada la duda del papel desempeñado por la inmigración irregular en estas elecciones. El tema se encuentra entre las principales preocupaciones de los votantes, y los republicanos, que se han empleado a fondo en tratar de vincular a con esa crisis, han logrado que cunda la idea de que la gestión con Biden ha sido desastrosa (porque los números les acompañan) y que en estos cuatro años de “frontera abierta” han entrado en el país “centenares de miles de delincuentes”.
La conversación con Kelly, cuyo nombre se barajó en verano como posible candidato a la vicepresidencia, tuvo lugar en el dormitorio de la modesta vivienda de una mujer negra llamada Brenda Robbins en la localidad de Casa Grande. Fue al final un encuentro con una docena de simpatizantes que se habían citado para aprender cómo pedir el voto puerta a puerta.
Para el senador, era la última parada de una gira en avioneta por Arizona destinada a arañar todos los sufragios posibles. También estaba Kirsten Engel, la aspirante a congresista por el distrito que incluye Tucson, que el día anterior en un café de la ciudad confió en que el tema del aborto le ayude a vencer a su oponente, Juan Ciscomani, que le ganó en las últimas elecciones por un puñado de votos.
“Estuvo a punto de entrar en vigor en Arizona una prohibición de la interrupción de un embarazo de 1864, creo que la gente es muy consciente de que lo que está en juego”, aclaró Engel. “Como alguien que ha sufrido abortos espontáneos, entiendo mejor que mi rival que las decisiones sobre la libertad reproductiva no le competen a los políticos, sino a las mujeres y sus médicos”. Arizona tiene fijado el límite para la interrupción del embarazo en 15 semanas.
El martes, el Estado vota ―con la propuesta 139, que las encuestas dan por hecho que saldrá adelante― si blindar la protección del aborto en la Constitución estatal para evitar la tentación a esos políticos de los que habla Engel, además de la renovación de decenas de cargos; entre ellos, el de uno sus dos senadores. Es una de las batallas más cruentas de una papeleta interminable, y enfrenta al demócrata Rubén Gallego, ligeramente favorito, con la negacionista electoral Kari Lake.
Ciscomani, nacido en Hermosillo, en el Estado de Sonora, es, como el 85% de los latinos del Estado, de origen mexicano. De qué modo piensan comportarse esos votantes en las urnas (y, por extensión, los latinos) es otra de las grandes incógnita que tratan de despejar ambos partidos desde hace meses. A las puertas de un mitin en el recinto de la feria el condado de Pima del compañero de papeleta de Trump, J. D. Vance, los hispanos allí congregados destacaron su mano dura contra la migración y el “talento para los negocios” del expresidente como las principales razones para devolverlo a la Casa Blanca.
Mientras hacía proselitismo por el Partido Demócrata a pocos kilómetros de allí, una mujer llamada Cathy Vargas se mostró convencida de que las hispanas de Arizona iban a votar masivamente por Harris. “A sus hombres les gusta Trump, porque lo ven como a un macho, pero nosotras tenemos que ser más inteligentes que eso”, aclaró.
Este jueves pasado, Harris echó el resto en Arizona con dos mítines en los que se acompañó de sendas bandas mexicanas, Los Tigres del Norte y Maná, y de la actriz puertorriqueña Jennifer López, que hizo una emocionada defensa tanto de su americanidad como de la candidata, cuatro días después de que un cómico en un acto electoral de Trump en Nueva York definiera Puerto Rico como “una isla de basura”. Hay 54.000 compatriotas de López en Arizona y los analistas llevan toda la semana tratando de decidir si las ofensivas palabras del humorista no serán la famosa “sorpresa de octubre” y si el voto boricua aguará la fiesta a Trump aquí y, sobre todo, en Pensilvania (donde viven unos 475.000 puertorriqueños).
Tal vez parezcan pocos votos en un país de 330 millones de habitantes, pero así funciona el sistema estadounidense. En una elección tan reñida como esta, hasta la última papeleta cuenta. Y en Arizona, esa sola papeleta puede acabar siendo la frontera que separa a uno de los dos candidatos de la Casa Blanca.
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