Países Bajos: los hijos de un país atrapado por el narco | EL PAÍS Semanal
Si este reportaje tuviera banda sonora, un himno que nos acompañara a lo largo de estas páginas y hasta el punto final, sería el rap de un chico de 16 años de uno de los barrios más duros de Ámsterdam, El 6. Palabras mayores cuando varios críos de la zona se entrecruzan los puños en señal de saludo e intercambian el código territorial que han aprendido: un movimiento con los dedos para ilustrar ese número. Orgullo de barrio. Pertenencia. Identidad. Alguno de ellos ya suma cicatrices de puñal y todos esquivan como pueden la violencia que cada día deja bombas y explosiones en sus calles. Bienvenidos a Países Bajos.
We are living in a fucked up generation (vivimos en una generación jodida), reza el rap de Jeninhio, conocido como C6ster, que aún timbra la voz con ese desgarro de quien ya no es niño pero aún no alcanza a ser del todo adulto. El chaval llega con sus cascos abultados, su vello incipiente sobre el labio y la mirada ladeada desde la sombra de su gorra oscura. Jeninhio es uno de los chicos en la encrucijada, miembro de una generación de holandeses en el filo: entre la atractiva llamada de una delincuencia creciente que paga bien y los esfuerzos de colegios y organizaciones para retenerlos (o devolverlos) al lado correcto de la ley. Le acompaña Elaijah, de 15 años, dos veces apuñalado. Y Leonicio, de 13. Los tres se mueven con el uniforme habitual de su edad, de su zona, de la calle: chándal caído, cadenas al cuello, capuchas puestas, el aire de quien ya ha visto demasiadas cosas en la vida y debe simular que ha visto aún más. Vienen con su guía, su coach, James, un hombre de 29 años que puede hablarles en su mismo idioma porque pasó la adolescencia en varias cárceles antes de reconducir su vida y convertirse en trabajador social de Adamas, una organización empeñada en guiar a estos chicos. Todo un personaje al que enseguida volveremos.
“Cuando tenía seis o siete años empecé con malos rollos”, relata Jeninhio, que construye su historia entre silencios, parones y a ratos más interjecciones que verbos. “Cuando era pequeño mi padre me pegaba, yo no estaba en mis cabales, empecé a buscarme problemas… Salí a la calle a ganar dinero e hice muchas cosas terribles”. Muchas. Cosas. Terribles.
Por una de ellas le pillaron y dio varios tumbos hasta que le presentaron a James. A Elaijah lo apuñalaron antes, a los 13, dos veces, y apenas le llegan las palabras a la boca, que esconde a la altura del cuello. Y Leonicio ha visto ya muy cerca algunas de las bombas que estallaron en febrero en Ámsterdam en represalia por la muerte de un famoso rapero, Bigidagoe, en escenarios donde quedó escrita claramente la palabra “WAR”. Guerra entre raperos, guerra entre mafias, guerra entre grupos rivales de delincuentes vinculados a la droga que se entrecruzan en un mapa móvil del crimen organizado y que está sembrando de bombas Países Bajos: 800 solo en el último año.
James los escucha, los lleva, los trae. Está en su vida. Cocina con ellos. Hace música con ellos. Su objetivo: convertirse en su familia, su referente. Él trabaja en contacto con uno de los colegios más calientes de Ámsterdam y está especializado en los jóvenes más problemáticos y violentos de la ciudad. “Intento meterme en sus vidas y en sus círculos, conocer a sus padres, sus casas. Los llevo al colegio, los recojo, les gusta hablar conmigo. Y yo puedo entender sus luchas. Son buenos chicos, no están activos. Simplemente están traumatizados, asustados. Solo necesitan que alguien esté ahí con ellos, para ellos, apoyándolos”. James habla pausadamente. Su barba cerrada, su largo tatuaje en el cuello (“till death 1 hundred I stand”, hasta la muerte cien me mantengo firme), su tono seguro, su calma y su experiencia acompañan a este credible messenger, como se llaman los trabajadores sociales de la organización Adamas, personas marcadas por el mismo tipo de pasado que hoy es presente en los chicos a los que intentan guiar. “Yo entré por primera vez en la cárcel a los 13 años y pasé siete en varias instituciones de muchos tipos”. ¿Por tráfico de drogas? “Entre otras cosas, sí”, sonríe sin demasiada explicación. “También me pillaron por robo armado. Fue una parte loca de mi vida. Aquello ya quedó atrás”.
James es el ejemplo de los esfuerzos que cierta parte de la sociedad holandesa realiza para frenar el desastre que se ha colado en el país desde que la tolerancia hacia el consumo de drogas blandas que se impuso en los setenta relajó un ambiente que hoy muchos reconocen como incontrolado. La posesión de pequeñas cantidades es legal en Países Bajos, pero no la producción, ni el tráfico, que se han extendido a las drogas sintéticas, a la cocaína y la heroína y que ha galopado hasta situar a este bellísimo país de postal, de molinos, tulipanes y bicicletas, toda una potencia económica europea, en lo que ya muchas autoridades, desde jefes policiales a la alcaldesa de Ámsterdam, el ministro de Justicia o un 59% de los ciudadanos, consideran un narcoestado o en alto riesgo de serlo. Según Europol, la mitad de las 821 redes criminales que investiga en el continente se dedican al tráfico de drogas. Y la nacionalidad más habitual de sus miembros es la holandesa.
Narcoestado: pararse en esta palabra provoca sarpullidos en todos los entrevistados e instituciones, porque a todos incomoda compararse con países latinoamericanos donde el narco campa a sus anchas, pero la realidad es tozuda: la Mocro Maffia, una red delictiva que mueve toneladas de cocaína en el país y que ha extendido sus lazos y crímenes a países como Bélgica o España, es una maraña mafiosa que no tiene una estructura piramidal, sino que reparte el riesgo entre distintos grupos a veces enfrentados entre sí que corrompen instituciones y que han tenido amenazados al ex primer ministro Mark Rutte y a la Corona hasta el punto de que la princesa heredera, Amalia de Orange, de 20 años, se refugió en 2023 en España. “Tenemos grandes puertos, infraestructura financiera y logística, aeropuertos… Este es el país más denso en nódulos de transporte, un superhub supermoderno que hace posible un inmenso tráfico de droga. Ello ha creado el terreno para el crimen organizado”, asegura Yarin Eski, profesor de la Vrije Universidad de Ámsterdam y experto en el tema.
La Mocro Maffia está relacionada con asesinatos y crímenes que han zarandeado la conciencia de un país que se había relajado ante las drogas: tras la detención de su líder, Ridouan Taghi, han muerto asesinados el hermano de un testigo protegido, su abogado y un periodista que investigaba el caso, entre otros. Antes ya hubo una cabeza decapitada colocada ante un coffee shop de Ámsterdam, y se han encontrado cámaras de tortura en contenedores, cadáveres desmembrados, bombas en todo el país o laboratorios de droga abandonados en granjas o garajes. Y, sobre todo, las detenciones de menores recolectores en el puerto de Róterdam. Unos 400 al año, una cifra que todos reconocen es solo la punta del iceberg.
Los niños soldado. La gran novedad de un negocio que solía tener toda su cadena de distribución en manos de adultos pero que hoy, especialmente desde hace un par de años, utiliza a críos desde los 12 o 13 años a cambio de dinero fácil. Las mafias suelen conocerlos porque están en los barrios, son de los suyos. “Primero los invitan a una casa de chicos mayores donde les ofrecen hierba gratis y videojuegos. Después los usan para sus cosas: recolectar, distribuir, poner bombas, apuñalar, luchar”, narra uno de los trabajadores sociales. “Pronto, el cambio es visible: empiezan a vestir ropa de Gucci, deportivas chulas, llevan dos móviles, dinero en efectivo. Ahí ya sabes que los han pillado”, narra Geke Kersten, directora del colegio Leerpark de Arnhem.
Este particular ejército de niños soldado tiene a sus generales en la nebulosa, invisibles tras engrasar una maquinaria que se ceba en chicos de barrio como Elaijah, Leonicio, Jeninhio. Estos tres son holandeses con origen familiar de Surinam, pero nadie está libre de una actividad delictiva en la que la integración, en palabras del alcalde de Róterdam, Ahmed Aboutaleb, funciona mucho mejor que en la sociedad: “Me da igual que se llame Mocro Maffia. Veo albaneses con pasaportes italianos, norteafricanos que vienen de España, turcos, británicos, holandeses, irlandeses… Es la perfecta imagen de colaboración entre todas las mafias del mundo. La integración en el crimen es perfecta”.
Él es uno de los dos alcaldes que se han destacado en Países Bajos por intentar poner pie en pared y frenar la captación de chicos. Los dos nacieron en Marruecos y los dos son socialdemócratas: Aboutaleb, de 62 años, se convirtió en 2009 en el primer alcalde marroquí de una gran ciudad europea, Róterdam; y Ahmed Marcouch, expolicía de 55 años y alcalde de Arnhem desde 2017, ha destacado tanto por mantener el crimen fuera de esta ciudad mediana que se le conoce como “el sheriff”. Frente al discurso más permisivo de la alcaldesa de Ámsterdam, que apela a abrir el debate de la regulación para contrarrestar a las mafias, Aboutaleb y Marcouch apuestan por la vía de firmeza.
Aboutaleb se ha movilizado para unir fuerzas con sus colegas de grandes ciudades portuarias como Amberes y Hamburgo, ha viajado a varios países latinoamericanos para intentar buscar soluciones y lidera una iniciativa para que la Unión Europea intente frenar el tráfico en los países de origen. Marcouch, por su parte, conoce el terreno. “Cuando yo era policía en Ámsterdam, cogíamos a traficantes de 23 a 25 años, pero hoy vemos chicos de 12 y 13 años traficando. Para protegerlos tenemos que batallar de forma represiva, pero también invertir en educación, en los factores socioeconómicos que los influyen para que acaben ahí”, asegura. “Los municipios y los países tenemos fronteras, pero el crimen organizado no las tiene, y cuando lo llamamos organizado es porque lo está, más que el Gobierno en la batalla contra el crimen”, asegura Marcouch. Por eso ha desplegado una miríada de street coaches y trabajadores sociales en colegios y barrios para conocer palmo a palmo el vecindario, prevenir y reaccionar rápido en cuanto se ven las señales.
“Durante 15 años, los gobiernos de Holanda han descuidado este problema, no se le ha dado la prioridad adecuada”, asegura Aboutaleb en el viejo edificio del Ayuntamiento de Róterdam, una vibrante metrópoli de más de 600.000 habitantes que orbita en torno al mayor puerto de Europa. “Ahora veo que mis jóvenes, los chicos de los barrios más vulnerables, han sido contratados por criminales para hacer el trabajo sucio. Los llamamos los soldados de la calle. Les pagan miles de dólares si logran sacar grandes volúmenes de droga. Por eso nos hemos movilizado”.
No muy lejos de su oficina, el contundente escenario del puerto. Y del crimen: un océano de cientos de miles de contenedores que llegan cada día de todas partes del mundo, traídos y llevados por más de 3.000 compañías que compiten en un puerto que emplea a más de 100.000 personas. Y en el que todos pueden ser sospechosos. La enorme mancha de rectángulos y colorines duerme en los 105 kilómetros cuadrados de un puerto que se extiende por el delta en el que confluyen los ríos Rin y Mosa, dos de las autovías fluviales más potentes de Europa. Una maquinaria económica colosal. Un imperio. El retrato más contundente de la globalización. Filas y filas de contenedores de todos los orígenes y contenidos alineados bajo un riguroso orden propio hasta perderse de vista en el mar del Norte. La Autoridad Portuaria concentra la información. Aduanas también. Y los chicos no van a buscar al azar. Saben cuál deben abrir. Porque alguien se lo ha dicho.
Nos lo explica un funcionario de la Autoridad Portuaria que, por precaución, no quiere dar su nombre. Le llamaremos Mark. “Tienen dos formas de aproximarse: primero se acercan suavemente para saber si puedes resultar útil. Si deciden que sí, te investigan, averiguan dónde van tus hijos al cole, quién es tu mujer, tus padres. Te siguen ya en su zona hasta que se acercan y te dicen: ‘Sabemos que tus hijos juegan en este equipo, que tus padres viven en tal sitio y tu mujer es…’. Ahí te pueden romper”, relata. “En un segundo momento ya te amenazan con una pistola, te meten dinero en el bolsillo y te dicen: ‘Vas a hacer algo por mí’. Y entonces puedes ir a la policía, pero sabes que van a volver”. Un dato que nos cuenta el propio director de Aduanas, Peter Van Buijtenen: “Antes volvíamos a casa en uniforme. En metro, en tren, por cualquier parte. Ahora ya no podemos. Y decimos a nuestros funcionarios: ‘Si sales de aquí, deja tu uniforme y cámbiate de ropa. Que nadie sepa que trabajas aquí”.
Mark se dedica precisamente a intentar formar a los trabajadores para que no caigan en la trampa y compartan toda información, una tarea titánica ante el poder de las mafias frente a unos empleados que, en el mejor de los casos, abandonan su trabajo y buscan otro sin riesgos. “Muchos se van, otros ceden, es mucho dinero y demasiada presión”. Van Buijtenen, que lleva 41 años en Aduanas, acaba de sufrir una de esas decepciones que son comunes aquí: una colega con 35 años en el cuerpo ha sido detenida por corrupción. Pasaba información.
Siempre es cuestión de información. Con ella, las mafias envían a los niños. Y los chicos han aprendido a entrar en las terminales, a colarse en los contenedores y pernoctar allí varios días hasta que logran recolectar y agrupar la droga dispersa. Lo llaman hotel-contenedor porque en su interior disponen de comida, bebidas, colchones, baterías, calentadores, absorbentes de humedad, sacos, ambientadores y hasta retretes donde los chicos pueden sobrevivir hasta terminar el trabajo.
Es un viernes frío de junio y la policía portuaria acelera en las aguas gélidas a bordo de su buque patrulla, el P4. Han recibido una alerta: se ha hallado una bolsa con herramientas propias de los colectores. Sus dueños la han abandonado ahí y esta vez han escapado, pero estos agentes al mando recuerdan la ocasión en que rescataron a varios chicos atrapados en su hotel-contenedor sin oxígeno. “Cinco o seis se habían quedado encerrados, ¿y a quién crees que iban a llamar?, ¿a quienes les habían enviado? No. Nos llamaron a nosotros. Solo nosotros les íbamos a rescatar de morir asfixiados”, cuenta Hans, uno de estos agentes de la Unidad de la Policía del Puerto. Su colega, Danny, saca un termo de café caliente, nos sirve y se agradece porque el frío se cuela en los huesos. Los dos son viejos lobos de mar, han estado décadas en la Armada holandesa, han servido en Yugoslavia, han navegado por todo el mundo y ahora trabajan en esta unidad policial.
Los esfuerzos policiales para mantener a raya el tráfico en el día a día de Róterdam son hercúleos, pero también gotas de agua frente a una mafia que mueve aquí 200.000 millones de dólares al año, según el alcalde de la ciudad. Habla el inspector Jonathan Abrahamse, un experimentado detective de la policía de esta ciudad: “Cada día tenemos un asesinato, un tiroteo, una explosión. Mi equipo lleva ahora mismo 75 asesinatos”. Con ayuda de los police in blue, los de uniforme, los detectives intentan desentrañar las redes que mueven la droga en el puerto y perseguir la violencia de unos tiroteos y unas bombas que explotan cada día por deudas, avisos, venganzas de novios celosos, raperos en disputa o intimidación. “Con las bombas envían un mensaje: ‘Sabemos dónde vives’. En el escenario de la explosión es imposible investigar porque van con capuchas y máscaras”, asegura Abrahamse. “Y ellos no hablan. Solo cuando pillamos un teléfono móvil logramos avanzar”. Ahí sí hay registro de todo. Fotos de los chavales empuñando armas, posando con sacos de droga más grandes que ellos, vídeos. Y cierta cadena de mando. Así pueden saber que los que tiran las bombas también deben grabar la explosión. La policía ha llegado a detectar casos en los que el jefe de la banda obliga a volver a tirar una bomba porque el vídeo no tenía suficiente calidad. El detective nos enseña el croquis de chavales que ha logrado componer tras mucho esfuerzo para desarticular una banda. “Este tenía ¡16.000! fotos de armas en su móvil”, señala. Es fácil conseguirlas. “Les cuestan 500 euros y dos horas en Telegram”, asegura. Igual que las bombas: “Les salen por seis euros, un explosivo llamado cobra que entra desde Bélgica y algo de gasolina”.
¿Alguna luz al final del túnel? El detective no la ve: “Llevo 10 años aquí y no veo la luz. Los políticos parece que ahora empiezan a entender el problema, pero no soy optimista. Cada vez hay más armas y los chicos son más jóvenes. Demasiada violencia extrema. Es un fallo social”.
Abrahamse ha dado en el clavo, donde duele: fallo social. El alcalde Aboutaleb asegura que entre esos chicos y los jefes mafiosos que mueven la droga hay al menos 10 eslabones en la cadena. Si ellos caen, otros los sustituirán. Porque la gran novedad entre esta generación es que “la oferta de trabajo”, el mensaje tentador que ilumina sus vidas y su móvil, les llega de madrugada en la intimidad de sus habitaciones, mientras sus padres —si los hay— pueden estar durmiendo. “¿Quieres ganar 500 euros?”.
De todo ello sabe mucho el sargento Reiners de Groen, que patrulla el barrio con la misión de prevenir y detectar a los chicos que se convierten en dianas de los grupos mafiosos: “Utilizan a chavales pobres que muchas veces no tienen padres presentes, con bajo coeficiente intelectual y que creen que no pueden conseguir otros trabajos. Los eligen y también los fuerzan: los esperan en coche, los meten en él y los amenazan; o fuerzan a las chicas a la prostitución, hemos detectado que ocurre con niñas búlgaras y ucranias”. Habla de las víctimas de lo que llaman los lover boys, otro fenómeno en aumento. Reiners es uno de los policías más destacados por ir a colegios e intentar explicar a los jóvenes a dónde les pueden conducir esas formas de ganar dinero rápido: a la muerte o a la cárcel.
De esa prostitución —que no es precisamente la de los escaparates de Ámsterdam— sabe mucho Saviera, una de las carismáticas credible messenger de la organización Adamas. Al igual que James, Saviera intenta acompañar a chicas que hoy están sufriendo lo mismo que ella pasó en su infancia: “Vengo de una familia de abuso y violencia. He visto la calle desde los ocho años y me violaron a los 14. También me drogaba, conseguía la droga…”, cuenta esta joven que hoy tiene 26 años y un bebé. Ella vivió la calle: “Mi propia historia me enseña que estás ahí en busca de lo que te ha faltado”. Hoy, Saviera contempla cómo crece el problema de los delincuentes que usan a las chicas como una forma más fácil de vender porque están menos vigiladas que ellos. “Ellas se convierten rápidamente en objetivo de sus lover boys. Una vez se han enamorado y se han enganchado a la droga, harán lo que ellos les pidan. Ese es el tipo de chicas con las que trabajo”. Y lo aborda como una especie de hermana mayor que puede escucharlas sin presión, con tiempo, ponerles su ejemplo y guiarlas. “Somos un espejo de la calle. A veces lo consigues. Otras veces no”, confiesa.
Lo mismo tratan de hacer Alper, Danny o Jermaine, los strattcoachs, una especie de patrulla callejera que intenta mantener a los chicos a salvo de la delincuencia en Arnhem. Los tres recorren la zona con su ropa deportiva de uniforme e intentan sofocar trifulcas antes de que lleguen a palabras mayores. Y a la policía. “Aquí trabajamos en cooperación entre colegios, coaches, vecindarios, trabajadores sociales y policía para mantener la seguridad”, cuenta Hans Jansen, que lidera una de las organizaciones que trabajan en el proyecto de Arnhem como entorno seguro. También vigilan sus redes. “Ahora todo empieza ahí. Antes, si querías hacer algo malo tenías que salir a la calle. Ahora la tentación llega a tu móvil, mientras tus padres duermen”, cuenta Mustafá Amerizine, de la organización Am Support. En esa miríada de esfuerzos es básico el deporte, las canchas en los barrios, los entrenamientos, la ayuda para los deberes y hasta una red para emplear a los chicos como la que lidera Toni Íñiguez, un holandés de origen gallego que preside la Asociación de Empresarios y ha logrado colocar a más de 120 jóvenes para sacarlos del riesgo de delincuencia. O la experiencia de Young Talents, una organización de Róterdam, por involucrar a cientos de chicos en fútbol y actividades, como por ejemplo aprender peluquería. “Se trata de crear una especie de comunidad donde entablen lazos saludables y se sientan protegidos”, asegura su monitor, Cem Sahiner.
Los esfuerzos son enormes. La impotencia también. “Esto está minando nuestro sistema democrático, nuestro Estado de derecho. Infecta nuestras instituciones porque hay una normalización en el uso de las drogas”, asegura el alcalde Marcouh. El debate sobre la legalización debe celebrarse, pero también el de la responsabilidad de los consumidores: “Cuando la gente compra una ropa hecha por niños, todos saben que no es ético. Y todos los consumidores saben que cada gramo tiene sangre. Durante mucho tiempo la policía no lo ha tenido como prioridad. Hasta los asesinatos que han rodeado el juicio de Taghi”.
Lejos de aquí, en un complejo secreto donde se ha desarrollado el mayor juicio criminal de la historia holandesa, Taghi ha sido condenado a cadena perpetua por varios asesinatos. Otros 16 cabecillas también recibieron condenas. Y el rap potente de C6ster (living in a fucked up generation) sigue sonando en un estudio de Ámsterdam en el que los tres adolescentes reunidos bajo la protección de sus gorras, capuchas y en un tono de voz que intenta ser hombruno expresan sus sueños en alto: Elaijah quiere ser arquitecto o kickboxer. Leonicio, artista. Y C6ster, rapero. De hecho, ya lo es. Un pequeño gran rapero de la generación más jodida. Alguien a quien, sin duda, llegaremos a escuchar.