Ayer conocimos la noticia de que Microsoft planeaba cerrar cuatro estudios que formaban, hasta entonces, parte de la estructura empresarial de Xbox.
En concreto, se trata de Roundhouse Games, Alpha Dog Games, Arkane Austin y Tango Gameworks. La parte “buena” del golpe se la llevaba Roundhouse Studios, estudio de apoyo que derivaba de Human Head Studios, otra agrupación cerrada originalmente en el año 2019 y que son responsables de títulos como Rune II o Prey (2006), pasando ahora a formar parte de Zenimax Online Studios para apoyar la producción de The Elder Scrolls Online. Alpha Dog Games, por otro lado, quizás tiene la parte más ingrata del conjunto: la desarrolladora canadiense se dio a conocer a través de la creación de juegos móviles Wraithborne (2012) y MonstroCity: Rampage (2019), y fue adquirida por Microsoft en 2021 para el desarrollo de Mighty Doom, una reinterpretación para móviles ambientada en la icónica franquicia de juegos de disparos de id Software. El título salió en 2023 y, apenas un año después, Microsoft ha cerrado el estudio y cancelado el desarrollo, dejando desamparados tanto a sus creadores como a sus usuarios, que ya no recibirán más contenido.
Sin desmerecer, no obstante, las pérdidas de los dos equipos creativos anteriormente mencionados, en el centro de la conversación han estado especialmente dos estudios: Arkane Austin y Tango Gameworks. Son los estudios con mayor trayectoria dentro del conjunto, y aquellos que también se sentía que tenían más potencial para crear buenos juegos; desarrolladoras queridas por los usuarios y cuya pérdida se lamenta a nivel emocional y artístico.
El cierre de Arkane Austin quizás era, a priori, el más evidente. Se trataba del segundo equipo de Arkane Studios, la desarrolladora creadora de títulos como Dishonored o Prey, con sede en Austin, Texas. El estudio se fundó alrededor de 2008 y colaboraba con Arkane Lyon en la mayoría de desarrollos del equipo; no fue hasta el año 2016 cuando las dos partes de Arkane comenzaron a hacer juegos por separado. La sede de Lyon se centró en desarrollar Dishonored 2 mientras la de Austin trabajaba en Prey (2017). Pero el gran pecado de Arkane Austin fue desarrollar Redfall; el intento de multijugador cooperativo de vampiros tuvo un desarrollo alargado y, entendemos, turbulento, y fue recibido de manera notablemente negativa en su lanzamiento por sus fallos técnicos, gameplay repetitivo y, en general, falta de las señas de identidad del estudio.
Redfall también había sido una de las puntas de lanza de Xbox durante el año 2022 y 2023. Un juego exclusivo de su plataforma y de PC que entraría directo al catálogo de Xbox Game Pass de lanzamiento y que, en caso de funcionar, podría aumentar sustancialmente las cifras de suscriptores. Como tal, Redfall apareció resaltado en eventos y presentaciones varias de Microsoft; para muchos usuarios de la consola, era un rayito de esperanza en medio de un catálogo plagado de buenos juegos, sí, pero con poco first-party que lo diferenciase de la competencia. La triste verdad, sin embargo, fue que el juego fue un fracaso.
Si bien muchos pensamos que un estudio tan probadamente talentoso y exitoso como Arkane Austin debería poder permitirse tener, una sola vez en una década, un juego fallido, otros podrían defender que el desastre de Redfall fue motivo más que suficiente para contemplar el cierre de la desarrolladora. Este segundo argumento, por desgracia, se cae por su propio peso cuando nos fijamos en el caso que nos queda por mencionar, el de Tango Gameworks. Un ejemplo que demuestra que estos cierres, como muchos otros – no podemos dejar de pensar en el tan reciente anuncio del fin de Roll7, creadores de OlliOlli -, igual que los despidos que tan intensamente han amenazado la industria de los videojuegos en los últimos años, no tienen nada que ver con la calidad de los videojuegos o con la acogida del público.
El cierre de Tango Gameworks es un caso que evidencia la flagrante desconexión que hay entre los ejecutivos y los altos mandos de las empresas de videojuegos y el sentir del público. El estudio fue fundado originalmente en el año 2010 por Shinji Mikami, conocido, fundamentalmente, por ser el creador de la saga Resident Evil. Empezando con apenas una decena de empleados y evolucionando hasta el centenar, esta desarrolladora buscaba ser el legado del veterano diseñador de Capcom. Obras como The Evil Within (2014) buscaron crear un nombre para Tango dentro del mundo de los videojuegos, pero una vez el estudio tuvo cierta tracción, Shinji Mikami se apartó de la dirección creativa de los títulos para cederle el paso a desarrolladores que habían tenido menos experiencia o menos oportunidades en el medio. The Evil Within 2 (2017) tuvo como director a John Johanas, y Ghostwire: Tokyo (2022) se puso en manos de Ikumi Nakamura y Kenji Kimura. Tango Gameworks buscaba crear una estructura de mentorización que permitiese al nuevo talento brillar con la ayuda de desarrolladores veteranos. Con la guía de Mikami, y apoyados por otros nombres como el de Suguru Murakoshi, que había participado en Silent Hill 2 y 4, o Masato Kimura, que fue programador principal de sagas como F-Zero y Mario Kart, se crearon juegos que quizás no fuesen perfectos, pero que sin duda tenían carisma y toneladas de ideas interesantes y novedosas.
El cénit del éxito de Tango Gameworks fue el lanzamiento de Hi-Fi Rush, un juego que, de nuevo bajo la dirección de John Johanas, no se parecía a nada que hubiese lanzado el estudio antes. Tanto la saga The Evil Within como Ghostwire Tokyo viraban hacia el terror, pero Hi-Fi Rush es un juego de acción y ritmo con una estética colorida y brillante y un tono caricaturesco, cómico y amable. La manera en la que une un sistema de combate hack’and’slash con las hechuras tradicionales de los juegos de ritmo, y acompañándose de un par de melodías, licenciadas y no licenciadas, con mucha potencia hacen de él un título brillante. Los jugadores lo recibieron con los brazos abiertos, entre otras cosas, porque su campaña de márketing fue inexistente: su existencia se anunció y, unos segundos después, supimos que ya estaba disponible en Steam y en el catálogo de Xbox Game Pass, ese mismo día.
Hi-Fi Rush fue, sin duda alguna, uno de los fenómenos del año pasado. Un título del que todo el mundo hablaba maravillas y que debutó con una cifra de dos millones de jugadores. Las cifras de agosto de 2023 estimaban alrededor de tres millones de jugadores. Además de eso, el juego fue nominado a juego del año en los Game Awards, y en prácticamente cualquier ceremonia similar; recientemente, el equipo había ganado un BAFTA por la calidad de la animación del juego. Ayer algunos señalaban, con tristeza, que el post de agradecimiento por el premio había sido el último que la cuenta de Twitter del estudio había publicado antes del anuncio del propio cierre.
Hi-Fi Rush quizás no ha sido, entonces, el juego que más beneficios ha generado del mundo, pero indudablemente es uno que los jugadores adoran, que aporta ideas frescas y nuevas, que tiene una calidad excelente, y que eleva a Xbox como marca. ¿Por qué, entonces, se penaliza a sus desarrolladores bajando la persiana de su estudio?
La dura y triste realidad a la que muchos usuarios se tuvieron que enfrentar ayer es la de que los videojuegos son un negocio. Algo que intuitivamente, claro, todos sabemos, pero que fácilmente puede llegar a difuminarse en medio del márketing agresivo y las campañas de comunicación de las empresas dominantes. En esto da igual Sony, PlayStation, Nintendo o quien sea: incluso si las compañías buscan manifestar que tienen interés en los videojuegos, o que buscan avanzar el medio y encontrar nuevas maneras de desenvolverse dentro de él, la realidad es que quienes toman las decisiones, quienes manejan el dinero, sólo ven estas expresiones artísticas como números y poco más.
Durante los últimos años, en el mundo de los videojuegos se ha dado un fenómeno particular: las grandes compañías han ido adquiriendo, poco a poco, a las pequeñas empresas que despuntaban dentro de la industria por su calidad o sus habilidades. En algunas ocasiones, la adquisición por parte de grandes conglomerados ha salvado, de manera literal, a estos pequeños estudios del cierre. Por ello – y, no nos vamos a engañar, también por una cierta tendencia al tribalismo entre los usuarios de las distintas consolas – las compras de estudios han tendido a celebrarse como una victoria. Los estudios adquiridos habrían evitado, hipotéticamente, una posible situación de inestabilidad uniéndose a una matriz más grande, con más recursos para permitirles ejecutar su trabajo. En la parte económica, la parte financiera del asunto, las adquisiciones suelen considerarse como algo favorable por parte de los inversores: aumentan los recursos de la compañía para crear productos y, por tanto, generar beneficio. Así que, superficialmente, podría parecer que el trato es favorable para todas las partes.
Sin embargo, lo cíclico de la economía y la existencia de diversas crisis económicas, unido a factores externos, como el drástico aumento de cifras de jugadores durante la pandemia, han colocado a la industria del videojuego en un lugar particularmente inestable. Ante esta inestabilidad, hay dos opciones que pueden adoptar las empresas: o bien moderar las expectativas y buscar maneras de evitar pérdidas dramáticas, o bien seguir buscando, a toda costa, el aumento del beneficio sin fin.
En este caso en concreto hemos notado una diferencia bastante drástica entre la manera en la que las empresas occidentales y las empresas asiáticas han gestionado la situación global. Compañías como Nintendo o Capcom, por ejemplo, no han incurrido en despidos – de momento -, y sus informes fiscales más recientes nos muestras que han revisado sus previsiones de ingresos a la baja, tal vez cancelando algunos proyectos o revisando cómo se distribuyen los recursos pero, hasta la fecha, sin cierres o ajustes de personal exacerbados.
Las empresas estadounidenses, en cambio, han decidido poner el peso de los ajustes presupuestarios en la parte más baja de la cadena de mando: los desarrolladores individuales y los estudios más pequeños de cada conglomerado. Así, se ha recortado personal, se han cerrado las vías de financiación y, en muchos casos, se han cerrado aquellos estudios que recientemente se compraron, considerándolos menos esenciales que la subsistencia de la empresa matriz… o que los bonus de sus directivos.
La situación de Xbox es peculiar en este frente por dos motivos: en primer lugar, por la agresiva política de compras que ha manifestado durante los últimos años, y, en segundo, por la manera en la que la empresa ha vendido su producto y ha establecido su discurso sobre los servicios que ofrece.
Sabiéndose perdedora de la generación anterior en cuestión de hardware, pero habiéndose también anotado el que probablemente es uno de los mayores éxitos comerciales y estratégicos del período, la creación de Xbox Game Pass, Microsoft cambió sustancialmente su aproximación al hardware y al software a partir de Xbox One y especialmente después del lanzamiento de las Xbox Series X y S. Algunas de sus franquicias tradicionalmente más populares, como Halo o Gears of War, estaban palideciendo frente a las de la competencia. O lo que es lo mismo: Microsoft no tenía ni un Mario ni un Pokémon, pero tampoco un Uncharted o un God of War. Lo que sí tenían era la consola más potente, unas arcas prácticamente infinitas, y un servicio de suscripción que, al más puro estilo Netflix, nos permite poder jugar cientos y cientos de horas por un precio irrisorio.
Así, Xbox fue posicionándose poco a poco como una consola para jugar a todos los juegos. Quizás no tenían los juegos de la competencia, pero podían vanagloriarse de tener todos los demás. Una cantidad enorme de juegos independientes y de tamaño medio, disponibles desde el mismo día de lanzamiento. Un fondo de catálogo absolutamente envidiable, prestándole, por fin, la atención merecida a la retrocompatibilidad que tanto Sony como Nintendo fracasaban, año tras año y consola tras consola, en conseguir.
¿Y qué pasaba con los exclusivos?
Si las IPs que Xbox tenía no funcionaban, entonces la idea más lógica era, simplemente, comprar IPs nuevas. Por ejemplo, todas las de Bethesda y Zenimax. Las de Double Fine. Las de Compulsion Games, PlayGround Games u Obsidian Entertainment. Las de Ninja Theory, que está a punto de lanzar el probablemente brillante Senua’s Saga: Hellblade 2. Pero hay un hándicap en este plan, claro: los videojuegos tardan bastante tiempo en hacerse. Durante años, en eventos, en comunicados, en posts de su blog oficial, Microsoft nos señalaba que el futuro de los juegos estaba a la vuelta de la esquina. Durante este tiempo, con escasos exclusivos – aunque excelentes third party, eso sí – la estrategia de Xbox se ha centrado en pedir al usuario que sea paciente, en esperar un poquito más. Todo esto, todas las compras, buscaban un propósito: llegar a un punto en el que el catálogo de Microsoft estuviese absolutamente plagado de juegos que sólo se podían jugar en su plataforma, o títulos multiplataforma, pero a los que podíamos acceder por un precio bajísimo, a través de la suscripción de Xbox Game Pass que, al fin de cuentas, ya estábamos pagando.
Ahora, los juegos ya están aquí: con Hellblade 2 a la vuelta de la esquina, el nuevo Indiana Jones para dentro de unos meses, y Forza Horizon 5, Starfield, Psychonauts 2 o Sea of Thieves en el armario. Pero lo que quizás no estén aquí pronto sean los estudios que los hacen. ¿Qué desarrolladoras pueden sobrevivir en el panorama actual si ni siquiera un éxito como Hi-Fi Rush ha sido suficiente? ¿Qué pasará con Obsidian, con Double Fine, o con Machinegames?
Por eso el cierre de Tango Gameworks y Arkane Austin, además de una tragedia a nivel artístico y creativo, puede también hacer las veces de elemento disuasor de credibilidad de la marca Xbox. Durante mucho tiempo, Microsoft ha pedido el apoyo y la confianza de los usuarios para crear un ecosistema amplio y variado, un lugar en el que los juegos importan y el medio tiene espacio para desarrollarse. Pero sólo un poquito después de abandonar la línea de salida, cuando la situación se ha puesto un poco difícil, han sido los estudios y los títulos queridos y apoyados por los usuarios quienes han tenido que parar el golpe. Entonces, ¿cuánto de esto era verdad? Es difícil no poner en duda cuánto importaban nuestros intereses o nuestros gustos en primer lugar, independientemente de lo que las cabezas visibles del estudio y sus estrategias de márketing quisieran manifestar. Quizás el presente de Xbox, a día de hoy, es prometedor e ilusionante, pero el futuro, al menos para los usuarios y para los desarrolladores, es claramente incierto.
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