La campaña más atípica de las últimas décadas llega a su fin. Tras múltiples giros de guion, los estadounidenses eligen este martes a su presidente para los próximos cuatro años. Estados Unidos y el mundo serán diferentes dependiendo de si es Donald Trump o Kamala Harris quien asuma el cargo a mediodía del próximo 20 de enero, como marca la Constitución. “Son las elecciones más importantes de nuestra vida” es un mantra que se repite al menos cada cuatro años. Esta vez, sin embargo, tiene poco de hipérbole. El futuro de la democracia estadounidense, el tablero geopolítico mundial, incluidos las guerras en Ucrania y Oriente Próximo, las relaciones comerciales mundiales y un sinfín de asuntos más dependen de quién se imponga en las urnas el próximo martes.
“Las elecciones pertenecen al pueblo. Es su decisión”, decía Abraham Lincoln en una de sus citas clásicas. “Si deciden dar la espalda al fuego y quemarse el trasero, entonces tendrán que sentarse sobre sus ampollas”, concluía. El pueblo estadounidense está dividido. Las elecciones son sobre su futuro, sobre su identidad y sobre la dirección del experimento americano cuando van a cumplirse dos siglos y medio desde la independencia de EE UU. Las ampollas, sin embargo, pueden brotar esta vez en todo el mundo.
Gane quien gane, estas serán unas elecciones para la historia. O bien Kamala Harris se convierte en la primera mujer ―además, de ascendencia asiática y afroamericana― en ocupar la Casa Blanca desde la fundación del país o bien Donald Trump se alza como primer presidente que recupera el cargo tras haberlo perdido desde Grover Cleveland en 1892.
La presencia de Trump y Harris en las papeletas que sirven para elegir a la persona más poderosa del mundo -con permiso del chino Xi Jinping- ha desafiado lo improbable. Trump salió derrotado en 2020 y es inusual que el perdedor de unas elecciones vuelva a intentarlo. Su futuro político parecía agotado tras su negativa a aceptar el triunfo de Joe Biden, su procesamiento político (impeachment) por el asalto al Capitolio, sus cuatro imputaciones penales por decenas de delitos y los decepcionantes resultados del Partido Republicano en las elecciones legislativas de 2022. Sin embargo, las primarias demostraron que tiene a las bases rendidas a sus pies.
Fulminó a sus rivales, se sobrepuso a sus condenas civiles por fraude y abuso sexual y a que un jurado le declarase culpable de 33 delitos relacionados con falsedades para encubrir los pagos con los que enterrar un escándalo sexual. Eso también es una novedad: puede ser el primer delincuente convicto elegido presidente. En su camino, incluso esquivó por centímetros que una bala acabase con su vida.
El camino de Harris ha sido distinto. El propio Biden se definió a sí mismo en la campaña de 2020 como “un candidato de transición”. Por su edad, ahora cercana a los 82 años, se dio una importancia mayor de la habitual a su elección para la vicepresidencia. Se especulaba con que ella optaría a la presidencia en 2024, una vez que Biden hubiese reparado el daño hecho por Trump a las instituciones y atenuado la polarización política. Pero ni Biden logró su propósito unificador, ni Trump desapareció de la escena.
Eso, junto a la baja popularidad que tenía su vicepresidenta, llevó a Biden a pensar que era el mejor preparado para volver a derrotar a su némesis, especialmente tras los buenos resultados de las elecciones de medio mandato. Se dio de bruces con la realidad en Atlanta, en un debate en el que naufragó dolorosamente. Tras resistirse, acabó cediendo el testigo a Harris, la primera candidata desde 1968 que no ha logrado un solo voto en las primarias. Aun así, logró devolver la ilusión y el entusiasmo a las deprimidas bases demócratas.
Biden presentó su renuncia como un “acto de defensa de la democracia”. De defensa frente a Trump. El republicano ha exhibido durante toda la campaña una retórica violenta, racista, machista, xenófoba y autoritaria. Habló de ser “dictador el primer día”, de que los inmigrantes ―a los que quiere deportar masivamente― “envenenan la sangre” de los estadounidenses o de que se comen los perros y los gatos. Define a sus rivales políticos como “el enemigo interno” y hasta habla de usar a los militares contra ellos.
Sus antiguos altos cargos lo han descrito como un “fascista” que quería tener “generales como los de Hitler”. Trump dijo que el mitin del Madison Square Garden donde se profirieron insultos a Puerto Rico y comentarios racistas sobre judíos, negros y latinos fue “un festival de amor”. También vio mucho “amor” entre los “patriotas” a los que se dirigió el 6 de enero de 2021, a los que pidió luchar antes de que asaltasen violentamente el Capitolio para “colgar a Mike Pence”, su vicepresidente, que se mantuvo leal a la Constitución y ahora repudia a Trump, e impedir la certificación de la victoria de Biden.
El futuro de la democracia es el primer gran asunto en juego. Josep Colomer, investigador de la Universidad de Georgetown y autor de La polarización política en EE UU, cree que está claro que “es una amenaza porque él lo dice”. “Anuncia una persecución de la democracia. Si ganara, no está tan claro si lo haría o si lo podría hacer, porque el sistema tiene otros recursos, incluida la separación de poderes. Solo no puede hacerlo. No creo que lo tuviera fácil”, añade.
Harris celebró su principal mitin de la campaña en la Elipse de Washington, junto a la Casa Blanca, el lugar donde Trump reunió a sus seguidores antes del asalto al Capitolio. “Donald Trump pretende utilizar el ejército de EE UU contra ciudadanos estadounidenses que simplemente no están de acuerdo con él. Gente a la que él llama ‘el enemigo interno’. EE UU, este no es un candidato a presidente que esté pensando en cómo mejorar tu vida. Se trata de alguien inestable, obsesionado con la venganza, consumido por el agravio y en busca de un poder sin control”, denunció ante decenas de miles de personas. La vicepresidenta ha ido cargando las tintas en la amenaza para la democracia a medida que transcurría la campaña, cuando la ola de entusiasmo basada simplemente en la “alegría” de su nominación remitía.
La candidata demócrata trata de guardar un equilibrio entre atacar a Trump y seducir a los republicanos renegados del trumpismo, los moderados y los independientes. Trata de presentarse como unificadora. “A diferencia de Donald Trump, yo no creo que la gente que no está de acuerdo conmigo sea el enemigo. Él quiere meterlos en la cárcel. Yo les daré un sitio en la mesa”, dijo también ese día, mientras a unos cientos de metros, Biden arruinaba el mensaje al llamar “basura” a los seguidores de Trump.
Ese es otro equilibrio difícil: presentarse como candidata del cambio tras haber sido vicepresidenta cuatro años. Para ello, Harris ha dejado a Biden al margen de su campaña, ha insistido en la necesidad de “una nueva generación de liderazgo” y ha prometido que su presidencia “no será una continuación” de la de Biden, pero también reconoció que no le venía a la mente nada que hubiera hecho distinto que su jefe.
Trump parece centrado en complacer a sus fieles y en movilizar a nuevos votantes que buscan un cambio, disconformes por el rumbo del país. Si hay una tendencia política en el mundo es que los Gobiernos pierden las elecciones, por esa ola de descontento y frustración que han dejado las sucesivas crisis, la pandemia y la ola inflacionaria más aguda en cuatro décadas.
En el tablero geoestratégico, no hay duda de que el planteamiento de Harris es continuista con la política de alianzas de Biden. En la convención de Chicago garantizó con rotundidad el apoyo a Ucrania y a los aliados de la OTAN, huyendo del aislacionismo que tienta a Trump. “En la eterna lucha entre democracia y tiranía, sé de qué lado estoy y sé de qué lado está EE UU”, dijo entonces. También proclama su apoyo a Israel, aunque puede elevar la presión sobre el Gobierno de Benjamín Netanyahu para lograr un alto el fuego y evitar víctimas civiles. Al tiempo, defiende el derecho del pueblo palestino a “la seguridad, la libertad y la autodeterminación”.
Trump, en cambio, abraza el aislacionismo con su política de “EE UU primero” y la tentación de abandonar el papel ―o la responsabilidad― de líder del mundo libre. El republicano tiene sintonía con dictadores como el ruso Vladímir Putin y el norcoreano Kim Jong-un, o con líderes de ultraderecha como el húngaro Viktor Orbán o al argentino Javier Milei.
En septiembre, se reunió diplomáticamente con el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, pero muchos temen que su promesa de “acabar con la guerra en un día” pase por forzar a Kiev a aceptar cesiones a Rusia bajo amenaza de quedarse sin una asistencia militar que muchos republicanos cuestionan abiertamente y que resulta imprescindible ―salvo un redoblado esfuerzo europeo― para resistir. El compromiso con los miembros de la OTAN y con otros aliados peligraría con el republicano. Con respecto a Israel, Trump ya ha adelantado que le da a Netanyahu carta blanca para que “haga lo que tenga que hacer”, aunque eso suponga redoblar su apuesta belicista.
El republicano, además, puede desatar una guerra comercial. “Arancel es la palabra más bonita del diccionario. Más hermosa que el amor, más hermosa que el respeto”, dijo la semana pasada en Latrobe (Pensilvania). Propone imponer aranceles recíprocos a las importaciones estadounidenses iguales a los tipos que los socios comerciales imponen a las exportaciones de EE UU (por lo general, mayores). A eso se sumaría (o solaparía) un arancel básico universal del 10% al 20% sobre todas las importaciones. Para China, Trump ha prometido un arancel del 60%. Además, ha asegurado que pondrá tarifas del 100% para los coches importados de México. Trump ya impuso aranceles durante su presidencia que Biden ha mantenido, o incluso elevado en algunos casos, pero la propuesta actual es de una magnitud mucho mayor.
Aunque se trata de una medida económica, tiene implicaciones geoestratégicas. Enrarecería las relaciones con la Unión Europea, que prepara planes de contingencia como represalia, casi eliminaría el comercio con China, y dañaría estrepitosamente la relación con México. En las embajadas en Washington hay nerviosismo sobre el desenlace electoral y más aún, en organismos internacionales que dependen en buena medida de las aportaciones estadounidenses. El compromiso de EE UU en la lucha contra el cambio climático también sería papel mojado con el republicano en la Casa Blanca.
Económicamente, como señalaba en un reciente acto de la Brookings Institution de Washington la experta Wendy Edelberg, los aranceles masivos tendrían “efectos de gran alcance en todo, desde la inflación hasta las cadenas de suministro, pasando por el mercado laboral y los tipos de interés”. “Sería malo para la economía en general”, aseguraba. En su reciente asamblea de Washington, la directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Kristalina Georgieva, alertaba de que el proteccionismo es una de las grandes amenazas para la economía mundial.
Harris y Trump tienen recetas opuestas en política fiscal, en sanidad (el republicano quiere dar resonsabilidad en la materia a su aliado antivacunas Robert F. Kennedy, que propala bulos sin base científica), en educación y con respecto al aborto. La mayoría de esas cuestiones dependen de la mayoría en el Congreso, donde los republicanos acarician el control del Senado mientras la Cámara de Representantes está en el aire. Sea quien sea el ganador, hereda una economía en buena forma, con un crecimiento robusto, el empleo en máximos y la batalla contra la inflación casi ganada, por más que la herida de las subidas de precios siga sin cicatrizar. Para el principal problema, el déficit público galopante y el aumento de la deuda, ninguno tiene propuestas creíbles.
Esas cuestiones, además, se dirimen en todas las elecciones. Esta vez hay algo más en juego, un componente existencial. Se trata, en los términos de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, de elegir entre un EE UU que avanza hacia una democracia multirracial o si cede a la deriva autoritaria, si triunfa el cosmopolitismo o el etnonacionalismo.
Las elecciones son también una prueba de resistencia para el sistema electoral. Tras una campaña plagada de desinformación e intentos de injerencia extranjera, Trump ya ha agitado gratuitamente el fantasma del fraude y ha dejado bastante claro que no aceptará democráticamente una hipotética derrota. La igualdad que pronostican las encuestas y el disfuncional sistema de escrutinio de varios Estados pueden retrasar el resultado durante días. Eso sin contar impugnaciones y recuentos. En 2020, Arizona, Georgia y Carolina del Norte no proclamaron ganador hasta 10 días después de la votación, aunque para entonces Biden ya contaba con más de los 270 compromisarios necesarios. Si el escrutinio se alarga esta vez en Estados que decanten la balanza, la tensión irá en aumento y el riesgo de violencia se multiplicará.
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