Tal vez la mayor paradoja del medio siglo de carrera política de Joe Biden, que este domingo tocó a su fin, es que la misma fuerza que hizo que alcanzara su sueño de infancia de ser presidente de Estados Unidos es la que ha acabado forzando la pesadilla de tener que renunciar vergonzosamente presionado por los suyos a menos de cuatro meses de su reelección. …
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Tal vez la mayor paradoja del medio siglo de carrera política de Joe Biden, que este domingo tocó a su fin, es que la misma fuerza que hizo que alcanzara su sueño de infancia de ser presidente de Estados Unidos es la que ha acabado forzando la pesadilla de tener que renunciar vergonzosamente presionado por los suyos a menos de cuatro meses de su reelección. Esa fuerza es, claro, Donald Trump.
Biden no pudo pelear en las elecciones de 2016 que llevaron al magnate inmobiliario y estrella de la telerrealidad a la Casa Blanca, porque la muerte de su hijo Beau estaba demasiado fresca y porque Barack Obama, el hombre con el que fue vicepresidente, apoyó a Hillary Clinton, pero sí lo hizo cuatro años después con el objetivo de desalojar a Trump del poder y de restañar las heridas de un país envenenado.
Su misión declarada al jurar el cargo era, pocos días después del asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, superar las divisiones y desmontar el poderoso influjo del trumpismo sobre más o menos la mitad de la sociedad estadounidense. Tres años y medio después, ese objetivo está más lejos que nunca de haberse logrado. La renuncia de Biden llega precisamente al final de la semana en la que el candidato republicano ha conseguido la designación en la convención nacional celebrada en Milwaukee, y tiene al partido enteramente a sus pies y a los de su familia. Por no hablar de que la mayoría de las encuestas lo dan como vencedor en noviembre.
Y ahí está la paradoja: si Biden, de 81 años, se ha empeñado tanto en continuar, pese a las muchas evidencias sobre sus capacidades físicas y mentales en contra, es porque seguía creyéndose la única persona capaz de parar los pies a Trump. No contó con que la impaciencia de los votantes con su edad y las sospechas sobre sus aptitudes físicas y mentales acabarían estallando en la cara del presidente más longevo de la historia de Estados Unidos.
Su toma de posesión el 20 de enero de 2021 trajo unos 100 primeros días frenéticos. En aquellos meses iniciales, en los que logró devolver la normalidad a la Casa Blanca, deshizo gran parte del legado de su predecesor en asuntos como la lucha contra el cambio climático o el papel de Estados Unidos en el mundo, contraído por las ansias aislacionistas de Trump.
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La marcha atrás no alcanzó para todas sus promesas: Biden dijo en aquellos primeros compases que humanizaría la frontera y que proporcionaría una vía rápida a la ciudadanía a cerca de 11 millones de personas que viven en Estados Unidos sin permiso legal de residencia, pero deja el puesto con una orden ejecutiva que limita el número de entradas permitidas para solicitantes de asilo en la linde con México que no desentonaría con las políticas de una Administración republicana.
El primer revés serio llegó pronto. Fue durante ese mismo verano de 2021, con la deshonrosa salida de Afganistán. Biden llevaba tiempo convencido de que Estados Unidos tenía que abandonar esa guerra sin fin, pero el modo en el que se escenificó esa renuncia, en agosto, rápida e improvisadamente, hizo que por primera vez su popularidad cayera por los suelos. Desde entonces, sus cifras de aceptación nunca levantaron cabeza.
El otoño siguiente fue el del desencanto por los últimos coletazos de la pandemia. El estrangulamiento de las cadenas de suministro trajo consigo una inflación galopante y una sensación entre los ciudadanos, que nunca los ha abandonado del todo desde entonces, de que viven asfixiados por una economía que, en realidad, va mucho mejor de lo que sus bolsillos les hacen sentir.
Entre los logros legislativos de la Administración de Biden en clave interna, caben destacar tres: la ley de infraestructuras que sacó con el apoyo de ambos partidos, mientras a los demócratas les duró el control de las dos cámaras que luego perdieron en las elecciones de noviembre 2022, la norma para impulsar la industria de los semiconductores y la Ley de Reducción de la Inflación. Votada durante el verano de ese año, fue recibida como la legislación más importante en términos de combate del cambio climático de la historia de Estados Unidos.
Ha sido también un presidente sensible con las luchas sindicales (”el más favorable a la clase trabajadora”, según el senador demócrata Bernie Sanders), pero alérgico a someterse al control de la prensa; ha batido todas las marcas en su alergia a dar entrevistas o a ofrecer conferencias de prensa con preguntas. Otro punto a favor fue su decisión de poner al frente de la agencia encargada de combatir las prácticas monopolísticas a Lina Khan, una joven guerrera que ha buscado incansablemente en estos años las cosquillas a las grandes tecnológicas.
Cuando el elemento distorsionador de la pandemia empezaba a aflojar sobre la economía estadounidense, apareció uno nuevo: la invasión rusa de Ucrania y el efecto que esta tuvo sobre los precios de la energía.
En las semanas previas a esa guerra, la Administración de Biden asumió un papel arriesgado, pero que dio sus frutos al principio del conflicto: pusieron un altavoz a todas las informaciones de inteligencia de las que iban disponiendo sobre los planes rusos y eso ayudó a preparar al mundo para el conflicto más grave en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial. Los problemas vinieron después: tras más de un año de apoyo económico a los esfuerzos de Kiev, empezaron las fisuras y las luchas en el Capitolio entre republicanos y demócratas por esa ayuda militar, puesta en duda por los apóstoles del “América primero”.
La guerra de Israel en Gaza, que desató el ataque de Hamás del 7 de octubre pasado, dejó a Biden en un difícil equilibrio como el líder del mayor aliado estratégico de Israel. Su apoyo a esa empresa militar le valió el apodo de Genocide Joe (Joe el genocida) y prometía pasarle factura entre los votantes árabes, claves en Míchigan, uno de los Estados decisivos para lograr la presidencia, y entre los jóvenes, que tomaron los campus de todo el país y vieron en la guerra de Gaza su particular Vietnam.
Otros votantes decepcionados por el rendimiento de Biden fueron los latinos y los negros. Ambos grupos creyeron que les iría mejor con él en la Casa Blanca y ambos, según las encuestas, están protagonizando un trasvase inédito hacia el Partido Republicano.
Por lo demás, la formación conservadora supo pelear mejor que sus rivales en el barro de las así llamadas guerras culturales. Su denuncia del progresismo como el germen de un colapso civilizatorio y la defensa de los derechos de los padres en la educación de sus hijos frente al adoctrinamiento que, aseguran, reciben en la escuela (agitando fantasmas fantasmas como la ideología de género o la enseñanza de la teoría crítica de la raza), armó de argumentos a los sectores más conservadores en sus ataques contra la Administración Biden-Harris, que muy a menudo se vio incapaz de defenderse de esas ideas radicales con las armas del sentido común.
A Biden tampoco le ayudó el hecho de tener enfrente al Supremo más conservador en ocho décadas. Trump nombró a tres de sus nueve miembros, y estos contribuyeron al legado más perdurable del alto tribunal en este tiempo: la derogación de la protección federal al derecho al aborto, que retrasó medio siglo los relojes de las mujeres estadounidenses.
En su mensaje de despedida, Biden escribió este domingo sobre sus logros: “Hoy, Estados Unidos tiene la economía más fuerte del mundo. Hemos realizado inversiones históricas para reconstruir nuestra nación, reducir los precios de los medicamentos recetados para las personas mayores y ampliar la atención médica asequible a un número récord de estadounidenses. Hemos brindado atención necesaria a un millón de veteranos expuestos a sustancias tóxicas, aprobado la primera ley de control de armas en 30 años, y nombrado a la primera mujer afroamericana para el Tribunal Supremo (Ketanji Brown Jackson). También hemos aprobado la legislación climática más importante de la historia. Estados Unidos nunca ha estado mejor posicionado para liderar que hoy”.
Queda en manos de la Historia y de los historiadores decidir si sus “compatriotas estadounidenses”, a los que el presidente dirigió la carta, están o no de acuerdo en reconocerle todas esas conquistas.
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