El hotel de congresos Landgut Stober se encuentra a unos 50 minutos en coche hacia el oeste del centro de Berlín y está situado junto al Gran lago Behnitz, en una propiedad que presume de ser medioambientalmente responsable y defender la economía del bien común. No podría haber mejor escenario para la reunión que mantendrán los próximos tres días algunos de los economistas más reconocidos —Dani Rodrik, Mariana Mazzucato,…
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El hotel de congresos Landgut Stober se encuentra a unos 50 minutos en coche hacia el oeste del centro de Berlín y está situado junto al Gran lago Behnitz, en una propiedad que presume de ser medioambientalmente responsable y defender la economía del bien común. No podría haber mejor escenario para la reunión que mantendrán los próximos tres días algunos de los economistas más reconocidos —Dani Rodrik, Mariana Mazzucato, Branko Milanović, Jean Pisany-Ferry o Adam Tooze, entre otros— para discutir qué tipo de política económica puede ayudar a reparar los daños causados por la mala gestión de la globalización y un excesivo liberalismo en los mercados. La organización del encuentro corre a cargo del Foro para una Nueva Economía, que bajo la batuta de Thomas Fricke busca dar respuesta a los importantes retos que afronta este siglo XXI.
A mediados de abril tuvo lugar un debate similar en el Peterson Institute for International Economy en Washington titulado Repensar la economía y patrocinado por el Fondo Monetario Internacional (FMI), con el propósito de debatir cómo puede la política apoyar y dirigir las transformaciones en que está inmersa la economía, crear nuevas bases teóricas para la política económica y garantizar que los beneficios de esas políticas sean ampliamente compartidos.
La sucesión de estos debates no es casual. La crisis financiera de 2008 dejó en evidencia que la promesa revolucionaria del libre mercado iniciada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan hace 40 años había acabado por implosionar, que sus teóricos habían sobreestimado la capacidad de los mercados para regularse y ser eficientes y que la reducción a mínimos del papel del Estado en la economía había creado graves agujeros, desde el sistema de salud a las cadenas de suministro.
Dieciséis años después, los países occidentales no han acabado de recuperarse de aquella crisis, a la que se han ido sumando la crisis de la deuda soberana europea, una pandemia global, la vuelta de la guerra, un nuevo shock de precios de la energía, el retorno de la inflación, la subida de los tipos de interés y la emergencia climática. Es lo que el profesor de la Universidad de Columbia Adam Tooze ha denominado un mundo en policrisis, para el que “los modelos existentes resultan inadecuados ante la amplitud y la magnitud de los retos que afrontamos”, como admitía Rodrik en un reciente artículo.
El propio FMI ha reconocido sus errores durante la crisis financiera y la radical diferencia entre cómo ha abordado la Unión Europea la crisis desatada por la pandemia de la covid-19 y las recetas que impuso durante la crisis del euro es un reconocimiento implícito de lo equivocado de imponer austeridad fiscal en medio de una crisis. También los bancos centrales han desplegado en estos años una política monetaria mucho más imaginativa de lo que recogían los libros de texto, con la que han cosechados éxitos no exentos de riesgos.
Lo cierto es que el paradigma neoliberal ha marcado la política económica desde los años setenta bajo los principios de que la pérdida de ingresos derivada de la bajada de impuestos se compensaba con un aumento de la actividad, que reducir el papel del sector público era imprescindible para estimular el dinamismo de la economía y la asunción del dogma de la austeridad fiscal expansiva. Un marco asumido por buena parte del espectro político, no solo por los sectores más conservadores. De hecho, hasta José Luis Rodríguez Zapatero en mayo de 2003, un año antes de llegar al Gobierno, acuñó la famosa frase de que “bajar impuestos es de izquierdas”.
“Esto es más que una crisis del neoliberalismo. Ha habido fallos profundos en las teorías que lo sustentan, que eran las que conformaban el consenso académico y las recetas políticas de instituciones como la OCDE o el FMI”, subraya Michael Jacobs, profesor de Política Económica en la Universidad de Sheffield. “Por eso no es solo necesario un nuevo conjunto de medidas, sino toda una nueva base teórica para esas políticas”.
“Tampoco hablamos de un neokeynesianismo ni de otros modelos clásicos, sino de algo nuevo, porque los retos son distintos y las medidas también tienen que serlo. La alternativa no está todavía clara”, admite Fricke. Es cierto que los años del paradigma neoliberal han sido testigos de grandes logros, desde la incorporación de muchos países emergentes a las cadenas globales de suministro y un aumento de sus niveles de renta a una reducción masiva y generalizada de la pobreza. Pero a su vez hoy la desigualdad es mucho mayor que hace 40 años y la erosión de la clase media, advierten los expertos, se ha convertido en la amenaza más importante para nuestro escenario social y político.
“La historia demuestra que cuando los paradigmas imperantes fracasan como guías de la política, el vacío que se crea se aprovecha por las fuerzas populistas para ofrecer recetas tan simples como peligrosas”, subraya el Foro para una Nueva Economía en la documentación preparatoria de su encuentro. Una idea que comparte Jacobs: “El populismo es lo que ocurre cuando la clase política no es capaz de dar respuestas”. Las elecciones europeas del próximo 9 de junio pueden arrojar nuevas pistas al respecto.
Aunque el nuevo paradigma no acaba de estar definido si hay actores y elementos que empiezan a configurar una realidad distinta. Muchos de esos cambios están relacionados con el comercio. Después de décadas de creciente integración de las economías, la globalización ha entrado en crisis y el comercio está cada vez más fragmentado. Desde que Donald Trump impuso en 2018 sucesivas baterías de aranceles sobre una gran variedad de productos chinos (de paneles solares, a acero, aluminio o lavadoras), el enfrentamiento comercial y tecnológico entre Estados Unidos y China no ha hecho más que agrandarse. Es uno de los pocos temas que ponen de acuerdo a demócratas y republicanos en el Congreso y donde el cambio de Administración en la Casa Blanca apenas se ha hecho notar.
Lo cierto es que la feroz competencia comercial china, alimentada con subvenciones públicas y mano de obra barata, ha traído grandes beneficios para los consumidores occidentales, pero ha provocado al tiempo una fuerte desindustrialización en algunas regiones, dejando a mucha gente atrás. Una competencia desigual, pues Pekín limita el margen de la inversión extranjera en su economía. “Quizás lo más significativo es que la política comercial se haya convertido en un instrumento de redistribución de renta. Después del “Hacer a América Grande de Nuevo” de (Donald) Trump, ahora (Joe) Biden defiende una “Política exterior para la clase media”, apuntaba el economista jefe del FMI, Pierre-Olivier Gourinchas, en la conferencia del Peterson Institute.
No se trata solo de hacer que “el comercio funcione para todos”, como recomienda ahora la OCDE, sino de una pugna por la supremacía económica y tecnológica global que ha traído de vuelta un avance del proteccionismo bajo la justificación de la seguridad nacional. El presidente Joe Biden ha prohibido que las empresas estadounidenses inviertan en sectores tecnológicos que China considera estratégicos y al mismo tiempo ha restringido al máximo las exportaciones de semiconductores y de los equipos de fabricación de chips a la economía china. La clave, además, es que entre el 75% y el 80% de esa tecnología es de doble uso, como admitía la economista Keyu Jin, profesora en la London School of Economics, en la conferencia de Washington, lo que supone que la lucha por la supremacía tecnológica lleva asociada la capacidad militar.
La Unión Europea intenta evitar el enfrentamiento abierto con China, su segundo socio comercial, pero desde la pandemia ha apostado por repatriar parte de la producción y diversificar sus cadenas de suministro en interés de una mayor seguridad. Además, amaga con imponer restricciones a productos como los coches eléctricos o los paneles solares por considerar que China hace competencia desleal. Sin embargo, como apuntaba el profesor de Harvard Pol Antràs en una presentación, “mucho de lo que están provocando estas medidas es una simple desviación de las rutas comerciales chinas”. De hecho, el grupo chino de automoción Chery acaba de anunciar que instalará una planta para fabricar vehículos eléctricos en Barcelona, con lo que dejan de ser vehículos made in China
. Algo parecido sucede en México, donde ya se han instalado cinco de los mayores fabricantes chinos de automóviles y otros dos planean hacerlo en breve, lo que les abre la puerta al mercado estadounidense.Los economistas advierten de que estas políticas tienen como resultado precios más caros por los mismos productos, que obligarán a los bancos centrales a lidiar con unos niveles de inflación más elevados por mucho más tiempo y con tipos de interés también más altos de los que nos tenían acostumbrados. Los tiempos de tipos cero parecen haber quedado definitivamente atrás. El proteccionismo revela un papel mucho más activo de los gobiernos en la economía. Lo tuvieron cuando estalló la crisis financiera y acudieron al rescate del sistema con inyecciones millonarias de dinero público para evitar la quiebra del sector bancario, y ahora como agentes decisivos del cambio en forma de política industrial, dirigiendo la inversión pública a impulsar la transición energética, la transformación tecnológica y, más recientemente, la apuesta por la seguridad y la defensa, un papel en línea con el Estado emprendedor que defiende Mazzucato.
También los Estados Unidos de Joe Biden son unos de los mayores exponentes de ese giro político. El presidente de EE UU ha lanzado un plan de casi 400.000 millones de dólares a 10 años para descarbonizar la economía y reindustrializar el país con el objetivo de reducir la dependencia de las cadenas de suministro chinas y frenar el desarrollo tecnológico de Pekín. Un plan al que se suma otro programa de 1,2 billones de dólares para modernizar las obsoletas infraestructuras del país y una ley para atraer la producción de semiconductores y otras tecnologías punteras, como las fábricas que la taiwanesa TSMC va a construir en Arizona. Un proyecto enormemente ambicioso que estuvo precedido de ayudas directas a los hogares durante lo peor de la pandemia para sostener el consumo y apoyar a las pequeñas y medianas empresas con el fin de mantener la actividad y evitar las quiebras empresariales. Como resultado, el déficit de EE UU se situó en 2023 en el 6,5% del PIB, pese a que la economía crecía a un ritmo del 3,1%, y la Oficina Presupuestaria del Congreso no cree que el déficit baje del 5% al menos hasta 2030.
“La Bidenomics tiene el potencial de convertirse en la base del nuevo paradigma que está en construcción. Muchas de las políticas desarrolladas por el presidente de EE UU en esta legislatura se han centrado en intentar reducir la enorme desigualdad social, ha desplegado una política industrial de apoyo a la transición energética en forma de subvenciones e inversión pública como pocas veces antes y ha apostado de forma decidida por renovar las infraestructuras”, explica Fricke. “Muchos políticos en todo el mundo están pendientes de ver si los electores respaldan la apuesta de Biden. Eso será decisivo”, precisa el economista alemán. Por ahora, las encuestas reflejan que un alto porcentaje de ciudadanos desaprueba la gestión económica de Biden por la pérdida de poder adquisitivo que ha supuesto la escalada inflacionista, pese a los buenos datos que exhibe la economía y que el desempleo se sitúa en mínimos en medio siglo.
Después de los rescates financieros, la política industrial se ha convertido en la punta de lanza de la vuelta del Estado a la economía, pero ese es solo el principio. La transición energética y la mitigación climática son políticas tan urgentes e ineludibles como caras de financiar y que exigen un importante componente de inversión pública para que la descarbonización se produzca con éxito. Un buen ejemplo lo ofrecía la economista Keyu Jin en el Peterson Institute. “El uso generalizado de los coches eléctricos no despegará hasta que la infraestructura esté instalada y para eso se necesitan inversiones colosales, como las que ha llevado a cabo China en la última década. Por eso Estados Unidos tiene 160.000 estaciones de carga para los coches eléctricos y China, cuatro millones”.
Hay más. La invasión rusa de Ucrania y las crecientes tensiones geopolíticas han hecho evidente la necesidad de aumentar el gasto en defensa, que puede llegar a situarse por encima del 2% del PIB que ahora exige la OTAN a sus miembros si Trump gana las elecciones en EE UU del próximo 5 de noviembre. El desarrollo de la inteligencia artificial (IA) y la transformación tecnológica obligan a efectuar importantes inversiones en infraestructuras, al tiempo que empieza a dibujar un futuro con caídas de los ingresos por rendimientos del trabajo, ya que muchos empleos dejarán de estar ejecutados por seres humanos. Por no mencionar el obsceno consumo de energía y agua de la IA y los centros de datos que la sustentan. Se calcula que solo ChatGPT, la aplicación desarrollada por OpenAI, consume al día medio millón de kilovatios de electricidad, frente a los poco más de 29 que consume un hogar medio en Estados Unidos.
“Es verdad que la sucesión de crisis ha propiciado de manera natural una mayor presencia del sector público en la prestación de servicios. Pero hay un debate pendiente respecto a, por un lado, cómo se financia este incremento del gasto público global y, por otro, hasta dónde debe llegar la presencia del Estado en la economía, porque no es lo mismo subvencionar paneles solares o financiar un plan de reindustrialización que la toma de participaciones del Estado en empresas privadas”, subraya Javier Pérez, director de Economía Internacional y Área del Euro del Banco de España. Es lo que ha sucedido con Telefónica donde 26 años después de su total privatización, el Estado español se ha hecho con una participación del 10% del capital por la que ha desembolsado 2.280 millones de euros.
Poco a poco, todos estos movimientos empiezan a dibujar un nuevo modelo económico aunque aún esté por definir. Pero la ola resulta imparable. “El sistema no va a permanecer como está, algo está a punto de cambiar. Lo que no sabemos es qué hay al otro lado”, sentenciaba el economista jefe del FMI, Pierre-Olivier Gourinchas.
En los últimos 20 años, la inversión extranjera directa de China en Latinoamérica ha jugado un papel muy importante en el desarrollo de determinados sectores de la región. Entre 2003 y 2023 la inversión del gigante asiático en el subcontinente sumó 187.500 millones de dólares, todavía lejos de los niveles de inversión de Estados Unidos y la Unión Europea en el mismo periodo. Desde la pandemia, los flujos de inversión chinos se han reducido considerablemente, pero están experimentando un cambio de foco sustancial.
Según el último informe del centro de análisis Diálogo Interamericano, con sede en Washington, China está recalibrando su inversión en la región a través de acuerdos de menor cuantía, pero alineados con los objetivos de crecimiento de Pekín, como la innovación científica y tecnológica. “Aunque sectores tradicionales como la agricultura y la energía siguen atrayendo el interés, el número de acuerdos relacionados en el ámbito de la información y las telecomunicaciones han supuesto el 40% de todos los proyectos anunciados por China en la región. Y si analizamos el importe de las inversiones en el ámbito industrial, el 42% están relacionados con los coches y las baterías eléctricas”, explicaba una de las autoras del informe, Margaret Myers.
Muchas de estas nuevas áreas se enmarcan en lo que Pekín denomina “nueva infraestructura”, un término que incluye telecomunicaciones, transición energética o tecnología financiera. “China está proporcionando móviles baratos en Centroamérica a una población que de otro modo no podría acceder a esos dispositivos. Esa población va a utilizar muy probablemente las aplicaciones desarrolladas para esos móviles, incluidos los servicios bancarios online, y los sistemas informáticos chinos”, apunta Ángel Melguizo, otro de los autores del informe. Un factor que puede tener especial relevancia si la guerra tecnológica entre China y Estados Unidos se recrudece.
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