Los anglosajones llaman news analysis al artefacto periodístico que el lector tiene entre las manos. Consiste en plantarse en Bruselas —aquel ir, ver y contar sigue vigente—, abordar a varias fuentes en las instituciones, espigar un puñado de datos (los datos cuentan historias) y buscar a media docena de expertos para tratar de contar qué diablos está en juego el 9-J. Todas las armas contienen un presagio: todas las elecciones encierran una pregunta clave, una bala de plata, una caja negra que hay que desentrañar en esa expedición al horizonte que se organiza cada vez que las democracias liberales van a votar. En el barrio europeo de Bruselas queda claro que la caja negra de estas elecciones es qué derecha tendremos el próximo lustro. Lo que está en juego es la identidad de la UE: el centroderecha tiene que decidir si sigue en pie la gran coalición de los últimos 60 años con socialdemócratas y liberales o si el PP europeo elige aliarse con la ultraderecha supuestamente presentable, con la italiana Giorgia Meloni como estrella rutilante. “Si eso ocurre, estaremos ante una mutación del proyecto europeo”, augura una alta fuente comunitaria.
La marea ultra va a subir, eso es seguro. En torno al 20% de los europeos vota a partidos nacionalpopulistas, de extrema derecha o como quiera llamarse a ese estremecimiento sombrío que va extendiéndose por Occidente; desde la noche de este domingo serán un 25% si aciertan los sondeos. Al principio fueron una anécdota, después adquirieron carta de naturaleza en las urnas y ahora amenazan con asentarse en el poder. Ya están en ocho gobiernos. El 9-J mide la altura de esa ola, que ha metido la política global en una catarata sentimental al son de los Trump, Milei, Modi, Orbán y tantos otros.
El Partido Popular Europeo (PPE), capitaneado por la alemana Ursula von der Leyen, ha lanzado guiños indisimulados a Meloni, exadmiradora de Mussolini, con esa lengua infestada de clichés tan propia de los ultras en política interior (migración, cristiandad, familia, falta de pluralidad informativa, esas cosas), pero con una hoja de servicios intachable en Bruselas: apoya a Ucrania, y para el PPE con eso prácticamente basta. Von der Leyen ha protagonizado una legislatura razonablemente buena. Gestionó bien la pandemia, aprobó los fondos Next Generation y ha conseguido mantener la unidad con Ucrania, pero en su debe figuran sus titubeos con el pacto verde y, sobre todo, una posición germano-alemana con Israel. Pero eso es el pasado: la jefa de la Comisión se enfrenta a partir de esta noche a una decisión hamletiana, un ser o no ser que consiste en dejarse seducir por el canto de las sirenas ultras o atarse al mástil de la gran coalición.
Las fuentes consultadas aseguran que ese flirteo con Meloni se ha enfriado. “Vamos a ver una derecha caleidoscópica, una derecha líquida, y Von der Leyen va a esquivar con todas sus fuerzas las etiquetas tóxicas. Buscará votos donde los necesite para retener el poder. Puede optar por seguir con la gran coalición e incorporar a los verdes, y acudir a los ultras de forma puntual”, asegura un alto cargo de su equipo. Esa receta se parece a la del dry martini
—agitado, no mezclado—, aunque los ingredientes del cóctel dependerán de la aritmética parlamentaria. “Puede que haya voto oculto para los ultras”, vaticina la misma fuente, que espera réplicas de inestabilidad política en varios países, entre ellos la Francia de Emmanuel Macron y la Alemania de Olaf Scholz.Derecha líquida: Zygmunt Bauman acabó con todo lo que era sólido, y además dejó una definición espléndida de la UE, “un lugar de aventura”, un nido de aspirantes involuntarios a Ícaro. Pese a esas definiciones correosas de la burbuja bruselense, la pregunta sigue siendo si la aventura incluye a los extremistas: eso sería como presenciar en directo una sacudida en un club que se ideó para dejar fuera de juego a la ultraderecha. “Las democracias se meten en líos cuando los partidos convencionales toleran a los extremos”, resume un eurofuncionario. “La UE se juega su credibilidad: si después de tanto hablar de valores los ultras dinamitan las principales agendas, mal vamos”, añade. En ese escenario, Von der Leyen retrasaría la agenda climática (atrás queda aquella frase redonda, “voy a hacer de la agenda verde la estrategia de crecimiento de Europa”), endurecería la política migratoria y daría una vuelta de tuerca a la política económica, sin llegar al sindiós de la austeridad de 2010.
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La economía tiene su capítulo en esta historia. Todas las grandes crisis económicas —y ha habido dos crisis mayores en 15 años, lo nunca visto— acaban dejando cicatrices políticas. Tras la Gran Depresión, el miedo de las clases medias a empobrecerse las echó en manos del fascismo. Tras el 11-S y Lehman asomaron los populismos. El recuerdo del horror colocaba siempre cordones sanitarios sobre el populismo: allá por 1989, un joven Jörg Haider pisaba fuerte en Austria con mensajes neonazis (“el Tercer Reich llevó a cabo una eficaz política de empleo que Viena es incapaz de aplicar”), pero la reacción en Bruselas fue tan furibunda que acabó destruyendo el huevo de la serpiente. Las cosas han cambiado: casi nadie protestó cuando Alberto Núñez Feijóo pactó con Vox en media docena de autonomías. Ese es el modelo por el que suspira una parte del PPE. Y que aplican ya no pocos países.
El coqueteo de la derecha con los ultras asomó precisamente por el flanco económico. La contrarrevolución neoconservadora de Ronald Reagan y Margaret Thatcher derivó en años de desregulación y todo tipo de excesos; eso propició una propensión a las burbujas que explotó con la Gran Recesión y su correlato europeo, la crisis del euro. La Gran Crisis puede leerse como un fracaso monumental de esas ideas. Y aun así, tras una primera respuesta keynesiana, Europa aplicó recetas neocon para arreglarlo: las políticas de austeridad, que ahora ensaya Javier Milei, fueron un fiasco colosal. Ese empacho de recortes ha sido juzgado como “uno de los mayores errores de política económica de todos los tiempos” por el economista Jean Pisani-Ferry, exasesor de Macron. Ese fue el despertar de los demonios: la internacional ultra vio que difícilmente podría imponer sus ideas económicas, pero empezó a percutir con fuerza en el resto de la agenda. En migración, en cambio climático, en políticas de género. Dio todas las batallas culturales contra lo woke. Armó ruido. Supo abrirse hueco: Europa es el continente de la Ilustración, pero también del Romanticismo y sus apestosas nostalgias; es el lugar donde el jardín de Goethe colinda con el campo de concentración de Buchenwald. “La unidad y la diversidad son el yin y el yang de la UE, su tesis y antítesis en busca de una síntesis esquiva”, afirma el historiador Timothy Garton Ash para explicar esa paradoja. Entre un 10% y un 30% de los europeos se sienten apelados por los mensajes xenófobos y el oleaje moral del discurso ultra: odios étnicos, regreso al Estado-nación y un credo que se resume, con ligeras variaciones, en el “trabajo, familia y patria” de Pétain.
“El peligro es el repliegue del proyecto europeo”, resume el economista Charles Wyplosz. La UE parece una fortaleza bajo asedio, no ha sido eficaz con su Estado del bienestar ni funciona con la ecuación seguridad-defensa en un mundo marcado por una coyuntura geoestratégica inflamable: dos guerras, la amenaza de Donald Trump y la lucha entre EE UU y China. Los ultras van al alza en parte por razones socioeconómicas. Y en parte porque la narrativa de los partidos centrales carece de épica, palidece ante el relato poderoso del populismo, que sabe envasar miedo, incertidumbre y desconfianza en mensajes rotundos, simples, cascabeleros. Y tramposos, falaces, arteros. “Más muros y menos moros”, dice uno de sus lemas, aunque Meloni, con toda su mano dura, ha sido incapaz de rebajar las cifras de entrada de migrantes.
Ese debate sobre las derechas soterra otros asuntos esenciales para el futuro del continente. La velocidad con la que encaramos los riesgos climáticos. El estancamiento secular, con una eurozona de nuevo anémica. La pérdida de población, que convive con unas políticas de migración que no terminan de rimar con los valores europeos. La revolución tecnológica. El papel de Europa en esa pugna EE UU-China. La ampliación de la UE. La política de defensa, llamada a ser el próximo salto cuántico del europeísmo en un continente que, bajo el influjo de Alemania, subcontrató su defensa a EE UU, su energía a Rusia y su política comercial a la relación con China. Anne Applebaum, una de las analistas más sagaces sobre el populismo, es crítica con esa obsesión, que nubla la mirada europea: “Europa encara varias crisis existenciales ―cambio climático, migración, guerra— y pierde peso con China y EE UU. No es el momento para desperdiciar votos en protestas frívolas o en partidos que no tienen soluciones para esos problemas”, subraya. Cas Mudde, politólogo neerlandés, augura la subida de la extrema derecha, pero a la vez señala una tendencia que puede difuminar ese espacio: “Espero una ultraderecha dividida. No es probable que se fusione en un solo grupo, al menos este año. Tal vez más adelante, cuando Meloni crea que eso le da más poder que acercarse al PPE”.
Además, “Macron, Scholz y Sánchez no van a apoyar nada que esté pactado con Meloni”, vaticina Luuk Van Middelaar. Gran conocedor de la UE, Van Middelaar dice que el relato que aflora en estas elecciones es fruto de una avería óptica estrepitosa. La crisis financiera desató el temor a que los hijos de esta generación vivan peor que sus padres. La crisis de refugiados desencadenó el miedo a los migrantes, las teorías conspiranoides como el Gran Reemplazo, la ansiedad por la pérdida de las identidades nacionales. La crisis medioambiental ha expuesto el lado oscuro de la globalización, con países que compiten sin cumplir las reglas. La revolución tecnológica constata que Europa no está a la altura: la inversión digital y las patentes en alta tecnología están lejos de las cifras norteamericanas y chinas. El Brexit demuestra que el camino hacia la integración es reversible. La pandemia nos hizo mirar a los países autoritarios, que parecían estar gestionándola mejor, algo que no era cierto. Ucrania acabó con el ensalmo de que no puede haber guerras en suelo europeo. Y la invasión de Gaza dejó claro que la UE pinta poco en la escena internacional, y que los tabúes alemanes siguen atenazando a Europa.
La ciudadanía penaliza la falta de eficacia de la Unión y premia la retórica hostil de la ultraderecha, que conecta con el monumental cabreo de los europeos ante esa retahíla de crisis. Al cabo, “ninguna de esas crisis se ha resuelto completamente”, según el pensador Ivan Krastev.
La historia es la suma de todo lo que pudo evitarse, y tampoco los historiadores son benévolos con el relato dominante. “El foco obsesivo y corto de miras en los ultras revela la timidez provinciana y la falta de imaginación de la cultura política europea, además del fracaso de la UE para salir con todas las plumas de dos guerras probablemente irresolubles, un cambio climático potencialmente catastrófico, la presión migratoria y el posible final de la OTAN dependiendo de Trump”, explica el historiador Harold James. Charles Kupchan, exasesor de Barack Obama, remacha ese mismo clavo: “Las mayores amenazas para Occidente proceden del iliberalismo, la polarización, la erosión democrática. Las democracias a ambos lados del Atlántico están enfermas, aunque en Washington los extremismos han llegado más lejos. Los partidos de centro están desdibujados: lo más urgente es reparar esas vías de agua en casa ante los desafíos externos”.
Las consecuencias del 9-J irán hoy más allá de Europa. Siempre es así: mirando hacia atrás, puede que los comicios en la India, con un revés para el populista Narendra Modi, sean un punto de inflexión en la historia política reciente (zeitenwende, los alemanes siempre tienen a mano una palabra impronunciable y sintética), y mirando hacia delante las elecciones norteamericanas serán un parteaguas. La interpretación del resultado electoral suele hacerse bajo dos signos encontrados, el del pesimismo y el del optimismo. Cuesta encontrar voces optimistas con Europa: el fatalismo se extiende y no faltan quienes ven en las fisuras del orden liberal similitudes con las de hace un siglo. El politólogo conservador Robert Kagan escribe en su último libro que el desempeño de las derechas occidentales recuerda al de los años treinta; no dejamos de hablar de nacionalpopulismo, y ese vocabulario es una máquina del tiempo. Con todo, frente a un Apocalipsis que casi siempre defrauda a sus profetas, la Unión ha demostrado una resiliencia sorprendente. Parte de lo que significa ser europeo consiste en sentirse permanentemente defraudado con Europa: se puede pensar que esta es la peor de las Europas posibles, a excepción de todas las demás que se han ensayado. Y la caída empezó en un lugar alto: los logros europeos de posguerra siguen ahí.
Ir, ver y contar: en el barrio europeo de Bruselas, “esa fortaleza lúgubre rodeada de tugurios” que describió Michel Houellebecq, se nota cierta tensión. Alguna fuente cita a Orwell (“el nuevo fascismo vendrá camuflado en la bandera de la libertad”), y alguna otra se refugia en el cine: en Lawrence de Arabia, los protagonistas cruzan el desierto bajo un sol abrasador y capeando tormentas de arena; completamente exhausto, uno de los soldados árabes cae de su camello. “Le ha llegado su hora, está escrito”, dice el caudillo de ese grupo. “Nada está escrito”, responde Lawrence de Arabia. Nada está escrito: menos aún cuando se dispone a votar un continente con 450 millones de ciudadanos, en 27 países, con una renta per cápita de 30.000 euros y con uno de los mejores niveles de vida del mundo. A pesar de los pesares.
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