Que la Enciclopedia Británica, ese canon tradicional del conocimiento, actualizara el jueves en cuestión de minutos la biografía de Donald Trump para incluir su condición de delincuente convicto, indica, más allá de los fugaces y bombásticos titulares periodísticos, que lo sucedido ese día en el tribunal penal de Manhattan (Nueva York) hizo historia. Historia, en realidad, aún por escribir; la primera página de un relato que arranca con un abismo de consecuencias impredecibles en lo político, lo jurídico e incluso en la pura existencia del país.
Será necesario otro esquema mental para abordar la eventualidad de que un candidato condenado por la justicia, pero que probablemente no pisará la cárcel, pueda no solo concurrir a las elecciones sin desdoro de su representatividad —otra cosa es la ejemplaridad, aunque Trump nunca haya sido precisamente edificante—, sino incluso ganarlas. Herido en su amor propio por el veredicto del jurado popular, que le declaró culpable de los 34 cargos que se le imputaban por falsificar con fines electorales el registro de un soborno a la actriz porno Stormy Daniels, Trump se siente libre de ataduras para emprender su huida hacia delante, hasta hacerse fuerte, si las urnas le sonríen, en la Casa Blanca.
No parece que lo tenga difícil, no solo por su ventaja sobre el demócrata Joe Biden en distintas encuestas, sobre todo, en algunos Estados bisagra o basculantes, los que pueden decidir el resultado electoral en noviembre. También por el cierre de filas en torno a él de milmillonarios dispuestos a financiar su campaña —como todo en Estados Unidos, el resultado de unas elecciones depende en buena parte del dinero— o por los miles de pequeños donantes, anónimos, que en unas horas aportaron casi 35 millones de dólares a la maquinaria electoral de Trump tras conocerse el veredicto. Casi el 30% contribuía por primera vez en la principal plataforma de recaudación republicana, Trump WinRed. Que Wall Street abriera el viernes al alza, aparentemente inmune al terremoto político, fue otra señal muy clara de que el republicano llevará la voz cantante de ahora a noviembre.
Si durante las seis semanas de juicio, en virtud de la orden de silencio impuesta por el juez para impedir que criticase a testigos, se pudo ver una versión domesticada de Trump —aun con reparos, ya que fue condenado dos veces por desacato—, nada le impide ya dar rienda suelta a su rabia y a su sed de venganza: no son precisamente argumentos propios de un programa electoral, pero sí factores de movilización en un escenario político dominado definitivamente, hoy más que nunca, por las emociones.
Además, al presentarse como un condenado político, tiene más vía libre para la queja. El hecho de que, según sus palabras, el juicio estuviera amañado le permite además recuperar el término que usó para denunciar el supuesto fraude electoral de 2020.
Nadie se atreve a pronosticar cómo afectará el veredicto al resultado de las elecciones de noviembre, pero una cosa está clara: si había alguna duda de que Trump era el líder de todos los republicanos, ya no existe. La primera consecuencia ha sido la indisimulada injerencia judicial de parte del legislativo, una nueva convulsión política para inflamar aún más una campaña a cara de perro.
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El republicano Mike Johnson, presidente de la Cámara de Representantes, instó al Supremo a “intervenir” para anular el veredicto, diciendo que conoce a algunos de los jueces “personalmente” y cree que están “profundamente preocupados”. Si suena a chantaje, es que es chantaje. También el viernes, el presidente de un subcomité judicial de la Cámara, el también republicano Jim Jordan, exigió que el fiscal del distrito de Manhattan, Alvin Bragg, que instruyó el caso, y el fiscal Matthew Colangelo, que dirigió la acusación en el juicio, comparezcan el 13 de junio por la “persecución política sin precedentes” de Trump.
En paralelo, ocho senadores republicanos, entre ellos Marco Rubio y JD Vance, anunciaban que boicotearán la actividad legislativa, oponiéndose a cualquier proyecto de ley de gasto que no sea de defensa y frenando cualquier iniciativa demócrata, por considerar también, sin pruebas, que Trump ha sido víctima de un proceso político. “No basta con declaraciones rotundas. Los que convirtieron nuestro sistema judicial en un garrote político deben rendir cuentas. Ya no cooperaremos con ninguna prioridad legislativa, e invitamos a todos los senadores interesados a unirse a nosotros”, anunciaron el viernes. La composición actual de la Cámara alta es de 49 republicanos y 51 demócratas.
Si las instituciones, como el citado comité del Congreso o el grupo de miembros del Senado, se ponen al servicio de los intereses de un individuo, el riesgo de patrimonialización o apropiación de pilares del sistema como el poder judicial se dispara. Esa tendencia quedó aún más clara en la comparecencia de Trump el viernes en Nueva York, en la que se pudo ver no tanto la imagen de un ciudadano condenado por la justicia, sino la de un agraviado candidato presidencial, que se amparaba tras el logo de su campaña. Los valores que convienen a los intereses, se apropian; los que no, como la justicia adversa, se deslegitiman en este supermercado de valores en que parece haber devenido la política estadounidense desde el mandato de Trump (2017-2021). La política, en suma, arrastrada por el fango.
El tejido político ha quedado hecho prácticamente jirones, advierten algunos observadores. EE UU ha entrado en un nuevo territorio político y jurídico como nación, resumió en X (antes Twitter) el historiador Tim Naftali, profesor de Relaciones Exteriores en la Universidad de Columbia. “Donald Trump obligará ahora a todos los candidatos del Partido Republicano a destrozar nuestro sistema judicial. Habrá un coro de veneno probablemente peor que el que escuchamos antes del 6 de enero (de 2021, fecha del asalto al Capitolio por una horda trumpista). Si gana, tendrá un mandato más tóxico que en 2017″, cuando asumió la presidencia, escribió Naftali el jueves.
El discurso del viernes desde la Torre Trump de Manhattan, en teoría su reacción oficial al veredicto, pero en la práctica un batiburrillo de tópicos en clave electoral —desde el desafío chino a la llegada de migrantes—, no aportó ninguna propuesta, ni siquiera ideas, solo los habituales espantajos del miedo: la “invasión” de criminales extranjeros, EE UU como un país “corrupto, con elecciones corruptas”; la deuda externa; “cifras sin precedentes de terroristas” entrando o, en fin, las “fronteras abiertas” por culpa de la Administración demócrata. Nada que no haya dicho antes, incluso a diario, en sus entradas y salidas del tribunal durante el juicio. Servido, sin embargo, en la bandeja de la réplica parecía mucho más que su inflado argumentario, ensayado durante meses, incluso antes de que empezara el juicio: el abecedario del populismo.
Considerar el juicio de Nueva York “muy injusto” —y por tanto, ilegítima la justicia― es una muesca más en su discurso, bien arraigado en el ecosistema mediático de la derecha. “Todos saben de lo que está hablando, porque ha estado sembrando estas líneas de ataque durante semanas y semanas, desde antes incluso de que comenzara este juicio”, sostiene el análisis de Abby Philip en la CNN. “Todavía tenemos que ver a Trump pivotar hacia un mensaje para un electorado más amplio, solo desde una perspectiva política, pero sospecho que no lo veremos hacerlo, porque, desde su punto de vista, lo que está haciendo funciona, no necesita cambiar”.
De hecho, una encuesta de la radio pública NPR confirmaba el jueves, pocas horas antes de conocerse la decisión del jurado, que el 17% de los votantes registrados apoyaría aún más decididamente a Trump en caso de ser declarado culpable. El resultado del juicio no influirá en el voto de la mayoría de los votantes registrados: dos tercios de los encuestados aseguraron que un veredicto de culpabilidad no cambiaría en nada su elección de la papeleta. Tres cuartas partes afirmaron lo mismo de un veredicto de inocencia. Solo un pequeño porcentaje de votos, sobre todo entre los independientes, podría cambiar de dirección tras conocer que Trump es culpable.
El día después del veredicto fue la hora cero de la revancha de Trump, escenificada a escasos metros de la escalera mecánica dorada que, como la estrella televisiva que era entonces, descendió en 2016 para anunciar oficialmente su candidatura a la presidencia. Su diatriba del viernes, de 33 minutos, fue retransmitida en directo por los noticieros, si bien algunos canales optaron por interrumpir la conexión cuando incurrió en falsedades y ataques contra el juez, los fiscales y el presidente Joe Biden. Al prometer apelar el veredicto, calificando su lucha de existencial para la Constitución y el país, afirmó: “Esto es más grande que Trump. Es más grande que yo”: un inequívoco banderín de enganche para el acendrado patriotismo de los estadounidenses. “Ahora solo hay una cuestión en estas elecciones: si el pueblo estadounidense soportará que el país se convierta en una república bananera”, tuiteó el empresario tecnológico David Sacks.
Los republicanos están intentando canalizar el frenesí judicial hacia la recaudación de fondos y su compromiso, juramentado, de expulsar a Biden de la Casa Blanca en noviembre. La dimensión existencial del veredicto está sobre la mesa, en primer plano: “Esto no detendrá a Trump”, tuiteó Tucker Carlson, propagandista del republicanismo más extremo. “Ganará las elecciones si no le matan antes. Pero sí marca el fin del sistema de justicia más justo del mundo. Cualquiera que defienda este veredicto es un peligro para ti y tu familia”, amenazó, con el argumento del miedo como bandera.
Entre los movimientos inmediatos de los republicanos, figura la posible apertura de investigaciones penales contra los demócratas en Georgia y Florida por conspirar para interferir en las elecciones al acusar a Trump. Alvin Bragg, el fiscal de Manhattan que dirigió la investigación es un reconocido demócrata, de ahí la cantilena de Trump de que la ofensiva judicial contra él tiene una motivación política y que el de Nueva York fue un “juicio amañado”.
Trump será confirmado como el candidato republicano a la Casa Blanca en la convención nacional de su partido, que se celebrará a mediados de julio en Milwaukee. Técnicamente, aún podría elegir a otro, pero nadie apuesta un céntimo a tal eventualidad porque la maquinaria electoral de Trump es imbatible, como demuestra su caja registradora, que no ha dejado de acumular dinero después de las cuatro imputaciones y, este jueves, del veredicto de culpabilidad. El dominio del panorama mediático por sus juicios, que han capitalizado todos los focos, multiplica su exposición pública sobre la campaña de Biden, mucho más discreta y que no ha entrado al trapo hasta ultimísima hora de las cuitas legales de su rival.
Lo que en otras circunstancias, sin duda en tiempos pasados, no serían más que epifenómenos —el sentimiento de agravio, la rabia, el miedo, la promesa de revancha ante una situación real o infundadamente injusta—, ocupan el centro del escenario como protagonistas en las elecciones de 2024: las emociones inoculadas en la campaña de 2016 han dado ya su fruto. A juzgar por las reacciones a la condena de Trump, no parece que haya vuelta atrás para embridarlas, o al menos ahormarlas a un programa electoral con promesas estándar. El taumaturgo Trump ha sabido cómo azuzar el ruido y la furia: la del Hillbilly, el desubicado habitante de la América profunda; la de los obreros metalúrgicos convertidos en parias por la deslocalización de las fábricas del Rust Belt, o cinturón del óxido, que le votaron en masa en 2016.
La falta de expectativas de millones de seres entregados a la desesperación del alcohol o los opiáceos —las llamadas “muertes por desesperación” que conceptualizaron hace una década los economistas Angus Deaton y Anne Case—, la paradójica lucha de clases de los hispanos que en su día fueron inmigrantes, como los del Bronx, y ahora piden a Trump que cierre las fronteras a los nuevos y limpie las calles de extranjeros. La rabia cala siempre de arriba abajo, y Trump lo sabe.
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