Doña Zélia Oliveira da Silva, una brasileña enjuta de 67 años, está exhausta. Solo quiere un poco de calidad de vida. A su edad, el día a día es aún una carrera de obstáculos enormes. Hace ya mucho, soñó con ser enfermera, pero de cría tuvo que abandonar la escuela para ponerse a trabajar en el hogar de una familia que no era la suya. Aunque sin título, ha dedicado su vida a cuidar de otros y a administrar la penuria familiar. Conseguir comida para el hogar que comparte con una hija y dos nietas es la agonía cotidiana. “El drama es que hay días que tenemos (comida), hay días que no”, explica esta mujer en el cuartito donde viven, en São Paulo. “A veces tengo que exprimir el almuerzo para tener qué cenar, así que preparo platos más chiquitos. Si no tengo pan para el desayuno, improviso una farinha. Invento. Y, si no tenemos nada, café con leche, si hay leche. Y, si no, café puro. Y así vamos”. Las Silva viven en una estancia plagada de humedades en Vila São José, una barriada periférica de São Paulo. A hora y media en autobús del centro y, también, lejos de los comedores sociales. Podría almorzar en uno de ellos por un real (17 céntimos de dólar), pero llegar hasta allí supone gastar nueve reales en el autobús. En este hogar nunca hubo dinero para celebrar los cumpleaños, ni siquiera la cena de Navidad.
El hambre en Brasil se ceba en las grandes ciudades, en familias como la de doña Zélia, mientras en el campo su impacto se ha ido mitigando con programas sociales como Bolsa Familia o con compras gubernamentales a agricultores para luego repartir frutas y hortalizas a comedores escolares o familias necesitadas.
Una de las prioridades del presidente Luiz Inácio Lula da Silva, como anfitrión de la cumbre del G-20, el club de las mayores economías, los días 18 y 19 en Río de Janeiro, es forjar una alianza mundial contra el hambre y la pobreza. Ante un panorama marcado por la victoria y el aislacionismo de Donald Trump, las guerras en Oriente Próximo y Ucrania y la urgencia climática, el niño expulsado de su Pernambuco natal por la sequía, que fue obrero antes de conquistar la presidencia de Brasil, reclama un cambio profundo que vuelva a situar la lucha contra el hambre entre las prioridades de los poderes públicos: “El mundo no puede seguir gastando 2,4 billones de dólares en guerras y conflictos cuando deberíamos usar ese dinero para alimentar y alfabetizar a millones de personas en el mundo. Necesitamos aprender a cuidar de los más pobres y crear una cultura de consumo para que sus vidas mejoren”.
Los hambrientos suman 722 millones de personas en todo el mundo, incluidos ocho millones de brasileños, según la ONU, una catástrofe cotidiana que poco ha mejorado tras la hecatombe que supuso la pandemia del coronavirus. Desde entonces, la FAO constata que aumenta en África, en Asia sigue estable y solo América Latina ofrece progresos notables, impulsados sobre todo por Brasil. Combatir el hambre —la inseguridad alimentaria que dicen los expertos— es una de las grandes banderas de Lula, un ámbito en el que Brasil atesora logros que compartir con el mundo, pero también desafíos importantes.
El gran reto está en las periferias urbanas. El porcentaje de hogares azotados por el hambre en São Paulo —el motor económico y tan rica como desigual— triplica la media nacional, según un reciente estudio del consejo y del observatorio municipal de inseguridad alimentaria. Mientras presume de ser una meca gastronómica, el 12% de los paulistanos viven en domicilios —o chamizos— donde la falta de dinero obliga a eliminar comidas de manera cotidiana. Otro tanto reduce las raciones para conseguir tres comidas. Por culpa del altísimo coste de vida, el día a día de esos millones de Zélias es un dilema constante y desgarrador.
El investigador José Raimundo Sousa Ribeiro Junior, coordinador del citado estudio y geógrafo de la Universidad Federal del ABC, destaca que el alcance del salario mínimo en una zona rural o en una metrópoli es radicalmente distinto porque los costes de vivienda y transporte también lo son. “El porcentaje de domicilios rurales con hambre es mayor. Pero como la mayoría de la población brasileña es urbana, en números absolutos, es mayor en las ciudades”. Y destaca que, “en São Paulo, con un salario mínimo per cápita, los índices de hambre son altos, y eso significa que el salario mínimo es un salario de hambre”. Los programas sociales son un alivio pero, a menudo, insuficientes.
La familia de doña Zélia sobrevive solo con la ayuda que recibe por la nieta mayor, Jamile, de 15 años, que padece autismo y estudia en un colegio especial. Lo mismo abraza a la visita con un cariño infinito que, en plena crisis, propina a su abuela una grave golpiza.
En hogares como este, suelen priorizar la alimentación de los más pequeños. ¿Y luego? ¿La siguiente renuncia? Seis de cada diez paulistanos dejan de comprar alimentos para pagar las facturas; y cuatro de cada diez, para pagar el billete de autobús (que les lleva a trabajar, a tramitar una ayuda, al médico…). Son un ejército gigante de mujeres resilientes, que aguantan firmes como pueden ante tanta adversidad, agotadas de ser el pilar de sus familias, las gerentes de la escasez, las mediadoras en conflictos, las conseguidoras.
Su vecina Natali Silva Macedo, de 31 años, vive en una casa ocupada, está desempleada y atrapada en uno de esos bucles de la burocracia. Define a las de su clase como “madres solas sin derecho a cometer errores”. Cuatro meses lleva sin recibir Bolsa Familia, la paga contra la pobreza. Que sus tres niñas, de 11, 12 y 13 años, pasen medio día en la escuela y el otro medio en la sede del Programa Comunitário da Reconciliação, de la Iglesia luterana, es un alivio extraordinario con tantas estrecheces. Allí tienen las comidas aseguradas.
Luiz Alves, de 40 años, asistente social, coordinador del centro y vecino del barrio, cuenta que muchos críos hacen allí la única comida casera, saludable y la más abundante del día. “Vemos niños de seis años que descubren aquí sabores o frutas como el kiwi y la carambola”. Es también una burbuja de tranquilidad, de estímulo intelectual, de alegría, un lugar donde la chavalería disfruta mientras aprende a lidiar con la rabia y la frustración a pocos pasos de unos hogares tomados por problemas de toda índole y alimentos insanos. Alves recalca que “en cualquier familia de la periferia hay ultraprocesados, toman embutido antes que pollo porque ya viene condimentado, requiere menos recursos, menos tiempo, menos gas… o galletas en vez de pan porque no hay mantequilla”.
Un puchero con alubias y dos cartones de leche es casi lo único en el frigorífico de Macedo. “¿Carne? Ay, hace ya un tiempo que no comemos. Aquí, solo pollo y del tipo nuggets. En el día a día, arroz y frijoles con farinha, sin carne. No tengo ninguna vergüenza de decirlo. Y en esta casa hay reglas: una galleta y un vaso de leche cada niña porque si no el fin de mes se complica mucho, mucho”. En ocasiones, recibe una cesta básica del programa Reconciliação o ayuda de algún conocido. Macedo espera estrenar empleo —y salir del agujero― en nada, en cuanto resuelva un par de problemas burocráticos.
Vila São José es, a primera vista, un barrio tranquilo, pocos coches, alguna casita con flores y verja junto a viviendas precarias, chabolas, una pizzería… Como buena parte de la gigantesca periferia de la mayor ciudad de Brasil, queda lejos de la red de comedores sociales del Gobierno estatal, Bom Prato. Para aumentar el alcance crearon el Bom Prato móvil, camiones que llevan cada día 5.500 comidas nutritivas por un real hasta áreas sin comedor social donde jubilados, madres adolescentes, repartidores, desempleadas, drogodependientes, etcétera hacen cola antes de mediodía. Muchos no comerán caliente hasta el día siguiente. Iniciativas que mitigan pero no resuelven un problema agravado, según el geógrafo Ribeiro Junior, por las reformas laborales y de las pensiones y que requiere soluciones estructurales.
El izquierdista Lula suele proclamar: “El problema no es la falta de alimentos. El problema es que la gente no tiene dinero para acceder a los alimentos. Por eso, solo acabaremos verdaderamente con el hambre cuando garanticemos que todos los trabajadores tengan un trabajo con un salario con el que puedan sacar adelante a su familia. Este es el país que tenemos que construir”. Él retomó la revalorización del salario mínimo, congelado por el ultraderechista Jair Bolsonaro, el desempleo está en mínimos y pretende eximir del impuesto de la renta a quien gana menos de cuatro salarios mínimos.
En estas barriadas, un brote de piojos es una crisis importante porque no hay dinero para champús especiales. El del hambre es el más grave y acuciante, pero los problemas se encadenan: violencia, cárcel, adicciones, embarazo juvenil… Abundan los dramas, faltan alegrías.
Cuando el día de Año Nuevo de 2003 Lula lució por primera vez la faja presidencial, prometió luchar para que cada brasileño desayunara, comiera y cenara a diario. Una de las muchas paradojas de Brasil es que alimenta al mundo —desde sus puertos zarpan buques que exportan ganado, pollo, maíz— mientras más de ocho millones de ciudadanos (3,9%) pasan hambre. Durante siglos fue un mal endémico en el árido interior del nordeste. Tanto que, hacia 1932, las autoridades encerraron en campos de concentración a decenas de miles de campesinos que huían de la sequía para impedirles llegar a Fortaleza, en el norte de Brasil.
En la primera década del XXI, los gobiernos del Partido de los Trabajadores redujeron drásticamente el hambre. El país salió del mapa del hambre de la ONU, uno de los logros de los que más se enorgullece el presidente. “Logramos avances importantes, acabamos con la desnutrición crónica, que es lo que significa salir del mapa del hambre de la ONU”, explica el geógrafo de la universidad del ABC. “Pero luego llegó la tormenta perfecta: una recesión, Bolsonaro y la pandemia. El suyo fue un Gobierno autoritario y ultraliberal que produce más hambre y además niega que exista. Los de Lula son en gran medida gobiernos liberales, pero con preocupaciones sociales, y eso disminuye el fenómeno”, detalla. Lula restableció en 2023 los programas y organismos de combate a la inseguridad alimentaria desmantelados por su antecesor Bolsonaro, empeñado en achicar el Estado. El ultra dejó de cuantificar el fenómeno. Por eso, los datos de su mandato son de la red Pensann de investigadores.
La FAO, la agencia de la ONU para erradicar el hambre, confirma ese punto de inflexión que, además, impulsa la mejora regional. Su representante en Brasil, Jorge Meza, ecuatoriano de 55 años, enumera en una entrevista las decisiones políticas del Gobierno Lula que han propiciado la disminución del hambre en los últimos dos años: reconstrucción con dinero y personal de los programas enfocados en el hambre, coordinación estrecha entre ministerios (de Agricultura a Medio Ambiente o Igualdad racial) y diálogo con la sociedad civil.
Al colocar este asunto en la agenda de las 20 economías más potentes del mundo, el presidente brasileño quiere que la cuestión vuelva al centro del debate internacional cuando quedan seis años para que se cumpla el plazo que el mundo se dio en la ONU para erradicar el hambre y la seguridad alimentaria, 2030.
Destaca el delegado de la FAO, que los esfuerzos de Brasil son “de eficiencia incremental. Si en una primera etapa el esfuerzo era para erradicar el hambre, tras ese punto de inflexión, es erradicar el hambre con seguridad alimentaria y nutricional”.
Es decir, combinar lo urgente con cambios estructurales. Explica Meza que la alianza que Brasil propone al G-20, que ahora incluye a la Unión Europea y a la Africana, implica que los países compartan sus mejores prácticas para reducir el hambre en una especie de caja de herramientas común de la que un país pueda elegir la que más le convenga y adaptarla a sus circunstancias.
Y eso nos lleva al Brasil rural, donde mayor impacto han tenido las políticas públicas de los últimos 25 años.
Las tierras donde se alza la pequeña ciudad de Río Formoso (Pernambuco) eran en el XVII extensiones infinitas de caña del azúcar que Brasil exportaba a Europa. Es aquí donde la familia de la agricultora y sindicalista Sandra Gomes dos Reis, de 47 años, ha entrado en la senda de la prosperidad. Cuando era niña padecieron una temporada de escasez aguda cuando su padre enfermó y la huerta daba a duras penas para subsistir. Su madre Ilaete, de 65 años, padeció tiempos más duros. De cría, la única manera de conseguir una galleta era hacerse la enferma.
Ahora plantan mandioca, sí, pero también tomate, maíz, cilantro, tienen cocoteros, castaños de cajú, plataneras, mango, acerola, crían gallinas ponedoras… gracias al impulso de ayudas sociales y la agricultura, han entrado en un círculo virtuoso que incluye una renta y una dieta familiar más sana para la familia y su clientela.
Su alimentación es rica y variada, con distintas frutas y hortalizas además de legumbres y del marisco que han pescado toda la vida en los manglares vecinos. Se acabaron las salchichas y el resto de los ultraprocesados que durante una temporada completaron y sazonaron las comidas.
La producción aumentó hasta lograr un excedente que venden a terceros. Buena parte se lo compra el Gobierno federal a través del Programa de Aquisição de Alimentos, que alcanza a 80.000 pequeños agricultores. Toneladas de frutas y hortalizas que se reparten entre familias locales necesitadas. Dos Reis, del Sindicato de Trabajadores Rurales y Agricultores Familiares de Río Formoso, lo mismo moviliza a sus vecinos para negociar de manera coordinada con las autoridades que lidera una reunión con los candidatos a alcalde.
La etapa de Bolsonaro fue un golpe demoledor para estos pequeños agricultores. De repente, se acabaron las compras gubernamentales, una fuente de renta garantizada para familias que durante generaciones vivieron al albur del clima en la miseria. “Bolsonaro ya había avisado que él siempre favorecería a los privilegiados”, dice la sindicalista. Por eso, en esta casa amarilla rodeada de frutales y cultivos, la vuelta de Lula supone un alivio al bolsillo y al espíritu.
Bolsonaro sí mantuvo otro programa vital, el Programa Nacional de Alimentación Escolar (PNAE), las compras agrícolas para los comedores de la red pública, aunque redujo drásticamente el presupuesto. Explican en el Ayuntamiento de Río Formoso que eso significó menos gramos de arroz y de carne en el plato de cada alumno, fruta una vez por semana y que la nutricionista municipal tuviera que hacer magia con menos dinero y las órdenes de la alcaldesa: ni un ultraprocesado, ni galletas, ni zumo azucarado en las escuelas. La buena alimentación en el cole suple las carencias de casa y combate la evasión entre el alumnado porque aminora la urgencia de los padres por ponerlos a trabajar.
En la escuela del quilombo local, donde estudian los tataranietos de los esclavos de los ingenios azucareros del XVII, los chavales hacen cola para recoger su plato. Entre risas, almuerzan pollo de corral con mandioca, puré y unos mejilloncitos del manglar con salsa de coco. Para beber, zumo natural de guayaba. Productos cultivados en el municipio por agricultores como Dos Reis.
Los brasileños que van dejando atrás la pobreza están muy concienciados de sus derechos. Y se hacen eco a menudo del discurso de que los pobres también merecen prosperar, vivir mejor, poder darse algún capricho. Un discurso que comparten Lula y las Iglesias evangélicas, aunque difieren en el camino para lograrlo. La agricultora Dos Reis dejó de recibir Bolsa Familia hace cinco años y ha logrado que el mayor de sus dos hijos vaya a la Universidad, donde estudia Tecnología. “La gente tiene esa percepción de que el agricultor tiene que vivir con lo básico, subsistir y ya está, pero no; queremos calidad de vida, buena alimentación, bienestar, una casa digna”, enumera la sindicalista. A su madre se le iluminan los ojos cuando se le pregunta sobre cómo ha cambiado su vida. Compró un coche, aunque no conduce, pero la llevan. “Ahora, cuando quiero salir de viaje o ayudar a un hijo, tengo mi dinerillo, ahorro… Hago pilates y musculación, para la salud”, cuenta satisfecha.
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