Vlad desafía con la mirada y con una sonrisa taimada. Solo tiene 25 años y ya afirma, sin pelos en la lengua, que él es mercenario. Pide cigarrillos a cambio de una entrevista. “Solamente traen los de la Cruz Roja cuando vienen por aquí”. A falta de tabaco, se acaba conformando con unos chicles de menta. Él es uno de los pocos reos que acepta hablar durante una visita de EL PAÍS al mayor de los tres centros de prisioneros de guerra rusos que hay en Ucrania. Situado en el oeste —las autoridades piden que no se revele la ubicación ni el número de internos por razones de seguridad— alberga a varios centenares de hombres capturados por el ejército ucranio en el frente. Todos tenían una vida mejor o peor antes de que Rusia invadiera Ucrania en febrero de 2022. Ahora, su existencia se limita a esperar a ser incluidos en uno de los intercambios de prisioneros que esporádicamente acuerdan los dos países en guerra y volver a casa. Hasta ahora, Kiev ha devuelto a 3.405 prisioneros de guerra y Moscú, a 3.205, según datos oficiales.
Rusia y Ucrania son países firmantes de la Convención de Ginebra, que estipula que los prisioneros de guerra deben ser mantenidos en condiciones de dignidad. Actualmente, Ucrania gasta unos 250 euros mensuales en mantener a cada prisionero de guerra.
Organizaciones internacionales de derechos humanos como Human Rights Watch han denunciado que tanto los cautivos rusos como los ucranios han sido objeto de abusos por parte de sus captores, aunque en distinta medida. La Misión de Evaluación de los Derechos Humanos en Ucrania de la ONU (OHCHR, en sus siglas en inglés) ha realizado inspecciones periódicas a estos centros de internamiento. En su último informe observa que Ucrania ha mejorado las condiciones de los prisioneros de guerra, en línea con sus recomendaciones, aunque aún registró denuncias de maltrato durante los periodos de tránsito entre los lugares donde los soldados son apresados y los centros penitenciarios en los que ingresan. En el caso de Rusia, la OHCHR siguió documentando el uso generalizado de la tortura y los malos tratos, incluida la violencia sexual y ejecuciones públicas.
Tras los altos muros coronados de alambre de espino de esta prisión ucrania, Petro Yatsenko, portavoz del Cuartel General de Coordinación para el Tratamiento de los Prisioneros de Guerra, insiste frecuentemente en el cumplimiento de su país con la Convención. “Nosotros abrimos las puertas de nuestras prisiones a la prensa, a la Cruz Roja y a las misiones de la ONU; sin embargo, Rusia no permite evaluar en qué condiciones se encuentran los soldados ucranios en sus prisiones”, critica mientras deja entrar en la pequeña iglesia ortodoxa para los presos fieles de esta rama del cristianismo.
Vlad, el veinteañero mercenario ―como el resto de presos, habla con la condición de no dar su apellido―, reconoce someramente que le tratan “bien”. Antes de ir al frente tenía un trabajo en una oficina anodina. Una vida segura. Pero cambió el ordenador y los archivadores por la trinchera, el fusil… Y un buen sueldo: no le avergüenza reconocer que su única motivación fue el dinero. Sentado en su cama del pabellón hospitalario de la cárcel y apoyado en una de sus muletas de madera, relata que fue capturado porque cayó herido y sus compañeros se marcharon, dejándolo solo, hasta que los soldados del bando rival dieron con él.
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— ¿Les guardas rencor?
— No, hicieron bien. Si se hubieran quedado a ayudarme, seguramente ahora ellos estarían muertos.
La herida de Vlad fue en su pierna derecha; algo tan aparatoso que le tuvo postrado seis de los ocho meses que lleva preso. Su pie, descalzo y amoratado, ha quedado doblado de una manera disfuncional. No sabe si volverá a caminar. Y no es, ni de lejos, el único con problemas de salud. “La mayoría llega muy grave. Aquí tienen suerte porque pueden ser tratados mucho mejor de lo que lo serían en su país”, sostiene Yatsenko.
Las heridas de gravedad son, principalmente, amputaciones, evisceraciones y fracturas abiertas, heridas por metralla y esquirlas, por disparos, por bombas… Todo esto y más se trata en el pabellón hospitalario de esta cárcel. El orgullo del centro son, de hecho, estas instalaciones, enteramente financiadas por el Estado. Cuentan con maquinaria nueva de rayos X, ecógrafo, dentista y consulta psiquiátrica a la que, por cierto, recurren los reos con asiduidad.
De hecho, Vlad está acompañado por otros cuatro hombres convalecientes, y a todos les falta alguna parte de su cuerpo. Como a Aiden. Junto a su cama ha pegado un papelito con un dibujo a lápiz de un par de lobos en una montaña. “Me lo hizo un amigo de aquí y me recuerda a mi familia. Me habría gustado dibujarlo yo, pero lo tengo difícil…” dice, y se mira las manos, en las que ya no queda ningún dedo, salvo los dos pulgares. “Por congelación”, explica. Perder las falanges de las manos y de los pies es una de las consecuencias más habituales para los soldados que permanecen en las trincheras durante el glacial invierno de Ucrania.
Pocos prisioneros hablan abiertamente con la prensa, y quienes lo hacen comparten historias en ocasiones rocambolescas. “Es imposible saber si dicen la verdad o están inventando una patraña para entretenerse”, avisa un guardia. Como la de Serguéi, de 46 años, un exconvicto que cumplía condena en Rusia por robar bancos y ahora guarda reposo en el pabellón hospitalario.
— De robar, a irse a la guerra. ¿No era mejor cumplir la pena?
— No. Tenía una condena muy larga, pero si aceptas ir al frente, te indultan.
—¿Cuánto había robado?
—19 millones de rublos (unos 200.000 euros).
—Sin tener experiencia militar, tuvo que ser duro… ¿Cuánto tiempo estuvo en las trincheras?
— Una hora.
— ¿Una hora?
— El primer día, nada más llegar, me alcanzó una explosión y se me salieron fuera todas las tripas.
Serguéi se levanta la camisa del pijama y enseña un costurón que le recorre el tronco desde el pecho hasta el pubis. Lejos de sentirse una víctima, lanza orgulloso: “Me ha salido bien. He sobrevivido, solo estuve una hora en la guerra y cuando haya un intercambio de presos y si vuelvo a Rusia ya no tendré que entrar de nuevo en la cárcel”.
En este centro de prisioneros la vida parece tranquila, disciplinada y casi sin tiempo para pensar en algo que no sea seguir la rutina. A las seis de la mañana los presos se despiertan con el himno de Ucrania, y después de desayunar, adecentarse y arreglar el dormitorio, comienzan las actividades diarias. Entre ellas, el trabajo, que no es obligatorio, pero sí se lo tienen que ofrecer, en cumplimiento, de nuevo, de la Convención de Ginebra, que contempla jornadas de ocho horas laborales, a razón de 25 céntimos de euro por día. Con ese dinero, pueden comprar en la tienda de ultramarinos de la prisión chocolate, galletas y refrescos. La Coca-Cola, que no se vende en Rusia desde 2022 porque la empresa decidió suspender sus operaciones en respuesta a la operación militar de Vladímir Putin, es el producto más solicitado.
Así, hombres que antes empuñaban armas, ahora manejan herramientas para confeccionar muebles de jardín, palets de madera y árboles de Navidad, con su nieve y todo. Entre los empleados está Dima, de 35 años y ucranio de Crimea (anexionada ilegalmente por Moscú en 2014), que antaño fue empleado del servicio de alcantarillado de Sebastopol. Se alistó por patriotismo. Cuando se le pregunta de qué nacionalidad se siente, contesta sin un ápice de duda: “Ruso, por supuesto”.
A la hora del almuerzo, todos se dirigen al patio, donde cuelgan imágenes de numerosos héroes y personalidades históricas de Ucrania. Se colocan en fila y entran ordenadamente en el comedor, donde se sientan de cuatro en cuatro. El menú de hoy es borsch, —tradicional sopa de remolacha—, puré de patatas con un trozo de carne y ensaladilla de col.
“La comida está bien, pero es más simple que la de casa”, dice un preso mientras apura el postre. “Lo mejor es la sopa de guisantes; lo peor, la patata con col cocida”, opina. Su compañero de enfrente se ríe y le da la razón. Hay poco ruido, más allá del entrechocar de los platos de latón. “No son muy habladores, y tampoco conflictivos. Más bien, cada uno va lo suyo”, describe Yatsenko. Al acabar, los presos se levantan a la orden de los guardias, recogen sus platos sucios para llevarlos a lavar y antes de retirarse, exclaman al unísono en ucranio: “¡Gracias por la comida!”.
Durante el tiempo libre restante, es posible hacer deporte en una cancha de fútbol o en una suerte de gimnasio anexo donde los más fuertes se machacan a flexiones y abdominales, y manejan pesas de 20, 50 y hasta 100 kilos. También disponen de una sala de televisión que pueden ver a veces y de una biblioteca que huele a antiguo, pero está bien surtida de libros, también en lengua rusa. Aunque por allí no hay nadie más que el voluntario de turno poniendo orden entre tomos de novelas policiacas, románticas y ensayos sobre religión.
Otro de los motivos por los que el centro saca pecho es porque permite que los presos llamen por teléfono a sus familias una vez a la semana, una medida que se niega a los soldados ucranios prisioneros en Rusia, insiste Yatsenko. “Yo hablo con mi madre, intento tranquilizarla, le digo que estoy bien”, dice Vlad desde su cama. El joven le pide que no se preocupe, que regresará a casa. Lo que su madre quizá no conoce son los planes que está trazando para cuando recobre la libertad. “Seré carcelero”, sentencia señalando a uno de sus guardianes.
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