Como esas bandadas de pájaros que se acercan y se alejan pero nunca llegan a tocarse, las campañas de Donald Trump y Kamala Harris llevan meses dibujando un obsesivo zigzag por los siete Estados decisivos de las elecciones estadounidenses para ir al encuentro de sus simpatizantes y a la caza de los votantes indecisos, verdadero unicornio electoral.
Esos dos viajes a la Casa Blanca se intensificaron en la última semana de la campaña, y este sábado estuvieron a punto de cruzarse en Carolina del Norte, uno de esos territorios en los que se decidirán las elecciones más reñidas de la historia reciente de Estados Unidos. Sucedió por la tarde, cuando Harris descendía por las escalerillas de su avión oficial, el Air Force Two, tras aterrizar en Charlotte, la ciudad más poblada del Estado. A menos de 100 metros, estaba la aeronave de su rival, el Trump Force One. La candidata demócrata clavó la vista en el suelo y evitó mirar las grandes letras con el nombre de su contrincante sobre el fuselaje del Boeing 757.
Tras ese fugaz no-encuentro, pudo continuar el diálogo de sordos entre ambos candidatos, que es como decir entre las dos Américas. Cada cual corrió a refugiarse en su particular universo paralelo tres días antes de que los estadounidenses voten este martes algo más que el líder que los guiará durante los próximos cuatro años. Algo tan importante como en qué clase de sociedad desean vivir: una capaz de recobrar la grandeza de un pasado que no está del todo claro que existiera y otra ansiosa por conquistar un futuro que muchos temen que no contará con ellos.
Horas después, EL PAÍS asistió a dos de los últimos mítines antes del gran día. Tuvieron lugar en parte simultáneamente, como en una de esas retransmisiones de pantalla partida, en Charlotte (Harris) y Greensboro (Trump), dos ciudades del Sur separadas por 150 kilómetros. Puede que solo sean un par entre las decenas de actos electorales que ambos han dado desde septiembre (85 ella; 97 él), pero sirven bien para establecer un contraste entre sus dos campañas al final de un ciclo electoral caracterizado por el enfrentamiento, la desconfianza y la ansiedad hasta el último minuto.
Para Trump, que empezó y acabó la jornada en Carolina del Norte y entre medias recaló en Salem (Virginia), este será un país ideal una vez hayan terminado sus tareas de rescate. Incluyen, según prometió bien entrada la noche en un estadio deportivo en la tercera ciudad del Estado y ante una masa que agitaba pancartas que decían “Trump lo arreglará”: reducir la inflación, cerrar la frontera con México, emprender la deportación masiva más grande de la historia, sellar él solo la paz mundial y reformar el sistema electoral, restringiéndolo al voto físico y a un único día, el de la cita con las urnas.
Harris, que habló en un anfiteatro al aire libre cerca de Charlotte después de hacerlo en Atlanta (Georgia), otro Estado decisivo, imagina, por su parte, un país feliz capaz de dejar atrás, como si fuera fácil, el clima de enfrentamiento de los últimos años. A diferencia de su rival, a quien definió como “cada vez más inestable, obsesionado con la venganza, consumido por el agravio, y en busca de poder sin control”, la candidata repitió ante un lema que decía “presidenta para todos” que no piensa entrar el Despacho Oval con “una lista de enemigos”, sino con una de “cosas por hacer” que pasó a enumerar: abaratar el coste de la vida, recortar impuestos a 100 millones de miembros de la clase media, aumentar los gravámenes a las grandes empresas y a las rentas más altas y garantizar el acceso a la atención sanitaria, “un derecho”, dijo, “no un privilegio”. “El futuro de nuestra nación es brillante”, dijo también. “Hay mucho por lo que ser optimista”.
Las promesas de uno y otro fueron recibidas con parecido entusiasmo en Greensboro y Charlotte. Si algo comparten los habitantes de ambos universos es el fervor por sus respectivos líderes, y, en el último suspiro de la campaña, el convencimiento (o la falsa esperanza, según se mire) de que será su país el que se acabe imponiendo en las urnas. También coinciden en el diagnóstico de que un desastre se avecina si los contrarios ganan, aunque disientan en el alcance del destrozo. “La democracia estará en peligro si gana ese pirómano”, dijo Maggie Macomber, simpatizante de Harris. “Será el inicio de una maldita guerra civil si nos roban las elecciones”, vaticinó Wyatt Rike, un hombre que, tras jubilarse, descubrió el hobby de vender merchandising en los mítines de Trump.
El sábado en Greensboro fue otro buen día para el negocio de Rike. Miles de simpatizantes del expresidente, entre los que que predominaban los hombres, mujeres y menores blancos en una ciudad de mayoría afroamericana, empezaron a congregarse, como es costumbre, con horas de antelación. Un muchacho, orgulloso de su proeza, contó que llevaba allí desde la noche anterior, guiado únicamente por “la satisfacción de ser el primero de la fila”.
Debbie Boyce, que llegó acompañada por su hijo y un esqueleto de juguete al que bautizó como Gary, aventuró que el republicano “arrasará el martes”, mientras un joven afroamericano llamado DeAndre Jones ―que lleva asistiendo a mítines del universo Trump desde hace nueve años, cuando tenía 14, e iba por el cuarto solo en esa semana― desplegaba un poco más allá un discurso alejado del tópico que pinta al simpatizante MAGA como un fanático mal informado. Jones citó la dura política migratoria del candidato, que evitará que EE UU cambie “para siempre e irremediablemente”, su intención de desmantelar la estructura federal y devolver el poder a los Estados, sus coqueteos con el libertarismo económico y la promesa de incorporar a Elon Musk, Rand Paul o Robert F. Kennedy a su gabinete presidencial si regresa a la Casa Blanca entre los motivos por los que ya votó por adelantado a Trump.
A las puertas del acto demócrata ―que se adelantó sobre la hora prevista y congregó, según cálculos de la campaña, a 10.000 personas― había quien, como Laquana Harris, una mujer afroamericana de 49 años, había venido porque cree en que la candidata defenderá “los derechos de las mujeres, la vivienda asequible, el mercado de trabajo y la renta”. A Nelson Gutiérrez, descendiente de puertorriqueños de Nueva York, lo movieron los “asquerosos” insultos del mitin de Trump en el Madison Square Garden, donde un cómico definió el lugar desde el que emigraron sus antepasados como “una isla de basura flotante”. “Hay que recordar que aunque ahora nos pide el voto no alquilaba apartamentos a hispanos o minorías en sus bloques de viviendas”, recordó.
Los espectáculos que aguardaban a unos y otros tras la paciente espera tampoco pudieron ser más diferentes. El discurso de la demócrata se adelantó sobre la hora prevista, duró menos de 25 minutos y se ajustó al guion, frente a los 80 de estilo libre de Trump, que empezó con casi dos horas de retraso, seguramente por el defectuoso cálculo de programar tres de sus largos mítines en un solo día. Y si el de Harris contó, como también es costumbre, con la ayuda de algunos amigos famosos (el rockero Bon Jovi o la actriz Kerry Washington), el de Trump fue un show con un solo protagonista: él mismo.
Otra cosa supondría una decepción para sus seguidores, una tribu unida por el odio a los demócratas y por la veneración a una personalidad irreverente y carente de filtros. Con ellos, el líder mantiene una relación difícil de imitar. En Greensboro, muchos se habían hecho disfraces con bolsas de basura o vestían esos chalecos naranjas que usan los técnicos de limpieza, como hizo el candidato tras las declaraciones en las que el presidente Joe Biden llamó “basura” a sus simpatizantes.
Al principio del acto, al que llegó algo cansado, Trump hizo un guiño a “esas bellas mujeres de Carolina del Norte”, un grupo de cristianas evangélicas que lo siguen por todo el país. ”Las he visto en al menos 250 mítines y siempre me pregunto lo mismo: ¿dónde están sus maridos?”. Al rato, cuando andaba poniendo en duda que su oponente fuera empleada de joven en un McDonald’s, un hombre entre el público gritó que donde en realidad trabajó fue (como prostituta, se entendió) “en una esquina”. Entonces, el orador rio, señaló al tipo, movió la cabeza y afirmó: “Este sitio es increíble”. También: ““Recordad que lo que ha dicho otra persona, no yo”. A Harris también la llamó “idiota”, “mentirosa”, y dijo que tenía un coeficiente intelectual de 70 (cifra en la parte baja de la tabla).
El público no solo ríe las gracias a Trump: también abuchea a los medios allí presentes cuando este, otra costumbre, arremete contra ellos, aplaude sus bravatas y las improbables promesas (como que construirá una “cúpula de hierro antimisiles” que proteja a EE UU, “como la de Israel”), pasa por alto las mentiras más flagrantes (dijo que el estadio estaba lleno, y había centenares de butacas vacías) y celebra las exageraciones. La más reseñable de todas llegó cuando habló de la economía.
El candidato aprovechó el distorsionado dato de creación de empleo de septiembre, mes en el que se crearon solo 12.000 trabajos por la huelga de Boeing y los huracanes Helene y Milton, para apuntalar su visión apocalíptica. Los llamó “los peores números” de la historia, pese a que durante su mandato, y en plena pandemia, hubo un mes en que se destruyeron 20,5 millones de empleos. También prometió “acabar con la inflación muy rápido”. Y ahí también pasó por alto el pequeño detalle de que la Reserva Federal, cuya política ha ganado prácticamente la batalla de la estabilidad de los precios, ya ha hecho casi todo el trabajo al próximo inquilino de la Casa Blanca.
El discurso de Harris es ciertamente menos agresivo, pese a que escaló en los últimos días, en los que la candidata se abrió a llamar “fascista” a su contrincante. Ella tiene además una relación más estable con la verdad que su rival, aunque insista en adjudicarle el propósito de poner en práctica el Proyecto 2025, programa de máximos ultraconservadores redactado por un think tank de Washington del que el expresidente se ha desmarcado (y volvió a hacerlo en Greensboro).
La demócrata insistió en que Trump quiere prohibir el aborto en todo el país, restringir el acceso a los anticonceptivos, poner en riesgo los tratamientos de fecundación in vitro (pese a que el republicano le ha cogido el gusto a definirse como “el padre” de esa práctica de fertilización), y obligar a los Estados a vigilar los embarazos de las mujeres.
En todos esos asuntos confía Harris para llevarse la presidencia apoyada por el voto femenino, en una campaña definida más que nunca por una enorme brecha de género. Trump, en cambio, evitó hablar del aborto, del mismo modo que, en otra demostración de que estos dos universos paralelos también se distinguen por lo que prefieren callar, su oponente no mencionó la inmigración irregular, tal vez su flanco más débil, o los devastadores efectos del huracán Helene, que se cebó con Carolina del Norte (Trump sí lo hizo; repitió algunos de los bulos que lanzó en esos días).
Y si no fuera por la interrupción hasta en tres ocasiones de unos activistas propalestinos, críticos con el apoyo de la Administración de Biden al Gobierno israelí, la política internacional también habría brillado por su ausencia en el mitin de Charlotte. “Todos deseamos que esa guerra en Oriente Próximo termine”, dijo por fin. “Queremos a los rehenes (en manos de Hamás) en casa. Cuando sea presidenta, haré todo lo que esté en mi poder para que así sea”.
En varios momentos de su errático discurso, Trump, que terminó casi a las 23:00, justo a tiempo para ver a Harris participar en el programa Saturday Night Live, subrayó el esfuerzo que está haciendo en esta recta final (”tres mítines hoy, tres mañana, cuatro el lunes, ¿os lo podéis imaginar?”) y se mostró “triste” porque la campaña vaya a acabarse, y con ella, añadió, “un movimiento, el más grande de la historia del mundo, que empezó hace nueve años”.
También pidió a los presentes que fueran a votar: “Hacedlo, por favor. Si no gano después de todo esto, estaré en un problema”. Y en eso también podrían estar de acuerdo los habitantes de ambos universos. No solo el del futuro país, también está en juego del candidato. Ha sido hallado culpable de 34 delitos graves, por los que espera condena, y aún tiene tres juicios más pendientes, así que su porvenir será muy distinto si el próximo 20 de enero no jura ante el Capitolio como el cuadragésimo séptimo presidente de EE UU.
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