Una tarde, hace 15 años, el periodista de investigación freelance estadounidense Tim Schwab enarcó una ceja. Acostumbrado a husmear en la entrepierna del poder, leyendo y releyendo balances de cuentas y acuerdos comerciales a diestro y siniestro, se encontró algo que, incluso para alguien acostumbrado a ver cosas raras, le pareció definitivamente extraño.
Bill Gates pasaba por ser, en aquellos años de dura crisis económica, el gran millonario caritativo del planeta, rivalizando y superando incluso en capacidad de maniobra a muchos países del globo -en 2016, para hacernos una idea, su fortuna superaba el Producto Interior Bruto de 125 países y constituía el 0,5% del de EEUU-.
Con su fundación, creada en 1994 pero lanzada definitivamente a realizar el bien común con su reformulación en 1999, Gates había invertido, por ejemplo, 200 millones de dólares en erradicar el sida en India (2004), y otros 500 en luchar contra la tuberculosis y la malaria, beneficiando supuestamente a 132 países del orbe.
Allí donde había un problema sanitario de primer orden se presentaba la Fundación Bill y Melinda Gates, procediendo a erigir un cerro de billetes con el objetivo declarado, ahí es nada, de «erradicar enfermedades» en el Tercer y Segundo Mundo.
Como si de Batman se tratara, Gates aparecía por ensalmo y los problemas, teóricamente, comenzaban a solucionarse, ya fuera gracias a vacunas o con inversiones milmillonarias en infraestructuras. Su nombre sonaba, en aquellos años de catástrofe económica mundial iniciada por la avaricia de las hipotecas subprime de EEUU, para cualquier premio de esos a caballo entre lo solidario y lo político/corporativo, léase Príncipe de Asturias o incluso Nobel de la Paz.
«Lo que me llamó la atención», rememora Schwab aquel primer destello de sospecha, aquella tarde en Washington DC, «llegó cuando me puse a mirar un acuerdo de la Fundación con Monsanto (la mayor multinacional de agroquímicos, bestia negra del ecologismo mundial), para llevar a cabo unos desarrollos agrícolas en el África subsahariana. Había activistas que llamaban la atención sobre un conflicto de intereses muy evidente: la Fundación Gates tenía inversiones en Monsanto, no sólo con Monsanto».
Schwab hizo rápido la ecuación. «Si era así, necesariamente tenía que que ser porque la Fundación esperaba obtener un retorno de la inversión». Pero el altruísmo no suele funcionar, se dijo, esperando «retornos».
«Aquella», zanjó, «no era la clásica definición de caridad».
Hoy, 15 años después, cuando ni internet es visto ya únicamente como la gran arma emancipadora mundial, ni Gates como un simpático ex friki
informático hecho a sí mismo en un garaje californiano, Schwab trae a España el libro que reúne sus premiadas investigaciones sobre las aristas más oscuras del personaje.Se titula El problema Bill Gates, lo edita Arpa y en él el periodista bucea en las no pocas contradicciones de quien hace 15 años era el Midas mundial, una especie de Tío Gilito bueno, pero hoy, tras conocerse sus líos de faldas, sus inciertos vínculos con la industria farmacéutica, su «arrogancia» cósmica, su poco clara relación con el magnate pedófilo Jeffrey Epstein y su empeño en hacer de Microsoft un gigante mayor que muchos estados, ya no goza del aplauso planetario.
«Cuando los medios de comunicación publican una historia tras otra citando las enormes sumas de dinero que Bill Gates está regalando provocan un cortocircuito en nuestra cognición», arranca el periodista apuntando a una evidencia social: la fascinación, a veces inconfesable, que provoca el dinero a cascoporro.
“Gates no está regalando tanto dinero en relación con su fortuna, de 120.000 euros, y obtiene enormes beneficios fiscales por ello”
«La narrativa simplista, que todos hemos leído, es que Gates es un filántropo intachable que dona todo su dinero de una manera muy efectiva, para acabar con enfermedades o incluso con la pobreza mundial. Bonita historia, pero es un cuento de hadas».
Schwab niega, pues, la mayor: «Por ejemplo, Gates no está regalando tanto dinero en relación con su increíble riqueza personal: alrededor de 120.000 millones de dólares. No sólo eso, sino que la riqueza personal de Gates ha crecido enormemente durante su mandato como filántropo. En realidad se está volviendo cada vez más rico, no más pobre».
Pero, ¿no estamos hablando entonces de filantropía? «También podríamos cuestionar la idea misma de que sea un filántropo. Está donando dinero de su patrimonio privado a su fundación privada, recaudando enormes beneficios fiscales incluso mientras continúa controlando cómo se gasta el dinero, a la vez que lo utiliza para rehacer el mundo de acuerdo con su propia y estrecha visión política e ideológica».
A cambio, por ejemplo, Gates obliga a toda empresa u organización que quiera recibir su ansiado maná a confiarle «todos sus secretos». Escribe Schwab que «el trato a sus beneficiarios se asemeja al que daría a una subcontrata: dinero, instrucciones a seguir y un mandato». Las joyas de la corona -hay pocas cosas más importantes para una empresa que su información interna- pasan a la Fundación, con la consiguiente distorsión del mercado del que se trate.
Schwab pone dos ejemplos. El ex ejecutivo de la Fundación Amit Srivastava, llevándose a Pfizer todo su conocimiento de decenas de competidores después de colaborar en el desarrollo de varias vacunas, y la denuncia del director del programa de malaria de la OMS, Arata Kochi, que en 2007 acusó a la organización de «usar» su riqueza para «hacerse con la investigación mundial sobre la enfermedad, y restringirla a un cártel», nada menos.
Poco después de esta denuncia pública, además, la Fundación se convirtió «en el segundo donante mundial de la OMS», tal vez, sugiere Schwab, comprando paz y silencio -como suele hacer con los medios de comunicación, denuncia el periodista: matarlos a inversiones-.
«Gates trabaja hoy en áreas como la educación en Estados Unidos y la sanidad en África subsahariana, políticas públicas que deberían organizarse mediante un proceso público y democrático», propugna a preguntas de Papel Schwab, cuyo libro destila posiciones políticas garantistas de la izquierda clásica.
«Los multimillonarios privados no deberían tener una voz enorme en la toma de decisiones, influyendo en las prioridades y el gasto del Gobierno, pero Gates sí la tiene. Cuando regala dinero no deberíamos verlo como donaciones caritativas, sino más bien como compra de influencia política
».El periodista se hace eco también de las «no pocas» quejas que generan las actividades de la Fundación «incluso en aquellos a quienes se supone que está ayudando. Gates opera de una manera que no sólo es altamente antidemocrática, sino también ineficaz. En muchos lugares no ha logrado lo que se propuso y es acusado por expertos y académicos de hacer más mal que bien. En algunos casos le están pidiendo que detenga sus cruzadas caritativas, por ejemplo las organizaciones de agricultores en todo el continente africano, donde creen que está llevando la agricultura en la dirección equivocada. Él se empeña en que hay que usar determinado método para regar porque la Fundación apuesta globalmente por él y, aunque los interesados digan que es un grave error, es lo que los gobiernos terminan haciendo».
Importante: en la crisis del Covid pasó algo parecido, explica. «Salió hablando como un experto en salud pública y anunciando vacunas, pero su enfoque fue erróneo porque era interesado».
Por no hablar del greenwashing que según Schwab agita constantemente la Fundación, hinchando sus logros y exhibiendo cifras «cambiantes» y «poco creíbles» de «vidas salvadas» a lo largo y ancho de la Tierra. Por ejemplo, sacando pecho al asegurar que su vacuna MenAfricaVac había «acabado» con la meningitis en ese continente, cuando «los brotes de la enfermedad han continuado», afirma Schwab, apuntando siempre a la posibilidad de que la Fundación, al final, no sea mucho más que una gigantesca, costosa y larguísima operación de imagen, con millones de beneficiarios -Gates y muchos habitantes del Tercer Mundo a la cabeza-, pero también millones de perjudicados -quién sabe si, al final, los mismos que en la acotación anterior-.
“Una mujer sueca muy atractiva y su hija se dejaron caer por allí (la casa de Jeffrey Epstein) y me quedé hasta bastante tarde”
Pero a la especie humana le gusta hacerse preguntas y quizás sea la poco ventilada relación entre Gates y el magnate Jeffrey Epstein la que más sombras ha proyectado, finalmente, sobre la figura pública del milmillonario de Microsoft. Quien, como rememora Schwab en El problema Bill Gates, negó de entrada toda relación con el delincuente sexual y pedófilo (quien jugaba en su liga de acaudalados: a su muerte dejó una fortuna de 577 millones de dólares), para que luego se fueran desvelando vínculos casi íntimos.
«Una mujer sueca muy atractiva y su hija se dejaron caer por allí y me quedé hasta bastante tarde», escribió Gates a un amigo sobre una noche en la mansión de Epstein en Manhattan con Miss Suecia y su hija, para asegurar años después que «todas las reuniones en que coincidí con Epstein fueron con hombres».
Mientras Gates, que ha tenido que admitir públicamente varios contactos «inapropiados» con empleadas de Microsoft, aseveró que ambos apenas se habían encontrado en vida de Epstein -quien se suicidó en una celda federal de Manhattan en 2019, estando a la espera de juicio-, en realidad «salió a la luz que se habían visto docenas de veces, que su relación era personal y que llegaron a hablar de cómo hacía aguas el matrimonio de Gates», escribe Schwab.
«La explicación de Gates es que su asociación con Epstein se organizó exclusivamente en torno a la recaudación de dinero para la filantropía», dice el periodista, que recuerda en el libro cómo Gates pudo usar a Epstein incluso para postularse al Nobel de la Paz, reuniéndose ambos con jurados del premio.
«Pero ésta es un área en la que los periodistas han hecho un gran trabajo de investigación y han descubierto bastantes discrepancias y contradicciones en la versión de Gates. Si no tiene nada que esconder de su relación con Epstein, ¿por qué no da todos los detalles?».
En el libro, en todo caso, se acusa a la Fundación Gates, que financia a medios como The Guardian e incluso tiene convenios con prensa española, de suplantar la iniciativa pública siguiendo la cosmovisión «narcisista, mesiánica y antidemocrática» del fundador de Microsoft: «Es imposible saber cuánto dinero público se destina a la obra caritativa de Gates, porque la Fundación no es transparente, pero decenas de miles de millones de dólares en fondos públicos respaldan su trabajo. Existe la ingenua idea de que la Fundación trabaja con dinero de Gates, pero los contribuyentes cofinanciamos generosamente muchos de sus mayores proyectos caritativos, y en Estados Unidos le damos miles de millones de dólares en beneficios fiscales personales. Es justo que sepamos qué hace, pero la Fundación es totalmente opaca».
Inquirimos a la contra: pero, ¿no era cierto que, para que el capitalismo muestre su cara solidaria, quizás hay que hacerle esa solidaridad rentable? «No quiero vivir en un mundo donde los multimillonarios y las corporaciones tengan acceso especial a nuestros líderes electos, que deben responder a las personas que los eligen», dice Schwab, que en el libro cuenta cómo alguien se encuentra, en un vagón del metro de Washington, la agenda de una jornada de Gates en la capital estadounidense, el 26 de marzo de 2015, en la que terminó hablando en el Senado «sobre cómo las empresas americanas podían hacer negocio en África, y no sobre cómo ayudar a los países africanos».
¿Qué pregunta, en fin, le haría Tim Schwab a Bill Gates si pudiera hacerle una, tras escribirse 535 páginas (en la versión española) sobre él sin acceso -obviamente- al protagonista? «Le preguntaría sobre su opinión sobre la riqueza extrema. Gates parece operar según un darwinismo social en el que cree que merece una posición social de élite, que merece el poder, la influencia y el dinero, porque es excepcionalmente talentoso. Pero, ¿por qué deberíamos permitir que este pequeño grupo de individuos superricos tenga tanta influencia sobre las vidas de los pobres? ¿Es la filantropía realmente un sustituto de los impuestos?».
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