Dispositivo de entretenimiento con tubo de rayos catódicos. El primer precursor de los videojuegos no tenía un nombre fascinante. Ni la actividad era muy atractiva: mover un punto —en teoría, un proyectil— hacia distintos objetivos. Al fin y al cabo, la obra de Thomas T. Goldsmith, Jr. y Estle Ray Manntaba no se concibió para el público: se inspiraba en los radares militares y nunca se comercializó. Sin embargo, allá por 1947, encendió la chispa de un fenómeno que hoy arde en medio planeta. De un puñado de investigadores a buena parte de la población mundial. Y creciendo. En España el año pasado hubo 20,05 millones de videojugadores, la marca más alta desde que AEVI (Asociación española del videojuego) publica estadísticas. El anuario de la SGAE recoge una cifra incluso más elevada: 21,7 millones. En el viejo nicho hoy cabe casi la mitad del país. Lo dicen las estadísticas. Pero, en realidad, basta con mirar alrededor.
Érase una vez el estereotipo del adolescente solitario encerrado en su cuarto. Hoy el perfil del videojugador tiene la cara de cualquiera. “Se ha convertido en una forma de ocio mayoritaria para todos”, apunta Javier Capel, director de estudio en la filial española del coloso Ubisoft. Las mujeres ya suponen casi la mitad del público, según el anuario de AEVI. Y la edad media ha aumentado hasta los 31 años, a medida que los quinceañeros de los noventa mantuvieron su pasión y la fueron insuflando a sus hijos. Puede que solo falten los abuelos, aunque quizás sea cuestión de tiempo. “Tras la pandemia, los videojuegos se consolidaron, tanto a nivel individual como familiar. Entre otros perfiles, muchas mujeres, principalmente madres, empezaron a jugar con sus hijos, se aficionaron y siguen”, reflexiona José María Moreno, director general de AEVI.
Se juega una media de 7,7 horas por semana, en consolas y ordenadores, como antes, pero también en el móvil, que se coronó en 2023 como plataforma principal, especialmente para el público femenino, según ambos estudios. Por fin, el videojuego ofrece recetas para todos los paladares. Y aunque artistas como Rhianna Pratchett, Sam Lake, Hideo Kojima o Shigeru Miyamoto de momento solo son divos en el sector, la industria también ficha a cada vez más actores, compositores o guionistas que cualquiera conoce por el cine o la literatura. Suben prestigio, variedad, facturación, difusión y reconocimiento. Bajan los prejuicios, aunque espectadores de la celebrada adaptación a serie de The Last of Us aún se asombraban de que tan sofisticada trama pudiera proceder de un videojuego. Y todo contribuye a explicar un avance constante de público en la última década, pese a problemas que también crecen, como el potencial adictivo de algunos títulos, su parecido con el juego de azar o las dificultades de tantos pequeños estudios de desarrollo.
“Para mí supone una victoria que alguien que no jugaba pruebe. Las primeras consolas o los arcades en los bares no eran un nicho, sino para todo el mundo. Pero los hemos ido complicando tanto que cada vez dejamos a más gente fuera. La industria se estaba perdiendo un gran potencial de posibles usuarios, porque no estábamos ofreciendo productos que les interesaran”, señala Manuel Curdi, director de marketing
de Nintendo en España. Por lo pronto, durante décadas, los juegos fueron concebidos por y para hombres heterosexuales, mejor si eran blancos. Ahora, la princesa Zelda rescata al guerrero Link en Echoes of Wisdom, la fotógrafa Max regresa estos días para la esperadísima Life is Strange: Doble Exposure y Kay Vess se alza como una de las mejores contrabandistas de la galaxia en Star Wars: Outlaws. Ellie y Abby, enfrentadas protagonistas de The Last of Us. Parte 2, rompieron con éxito comercial y de crítica casi todos los estereotipos, aunque justo por eso una ruidosa minoría de jugadores les declaró la guerra.“En los ochenta, en los noventa, era cosa de niños, me refiero a hombres adolescentes. Y además, eras el raro si jugabas a juegos”, cuenta Jaume Esteve, coordinador del Máster en marketing comunicación y producción de la escuela Voxel, auspiciado por PlayStation. “Los jóvenes de ahora tienen los videojuegos como algo completamente normalizado”, explica el autor de libros como Ocho Quilates: Una historia de la Edad de Oro del software español. Y también, incide, eso se nota en las carreras que han surgido para formar a los que en el futuro se dedicarán a crear juegos. “Los grados actuales son una bendición; hace 20 años era imposible estudiar para trabajar en videojuegos”, explica, y concede que incluso puede haber “un exceso de oferta formativa. Al final, ves cómo funciona España y ves que la gran mayoría de estudios son pequeños. Se forman porque un grupo de amigos no puede entrar en una empresa grande y se ven obligados a emprender su propio proyecto”.
En Voxel estudia Lyria Pérez Rivas, estudiante de 19 años del grado de Diseño y arte para videojuegos. Estas obras entraron en su casa porque sus hermanos las pedían, pero ella se enganchó “tanto como ellos”. “Al principio, sí que eran algo más para chicos, pero poco a poco las chicas fuimos entrando a ese mundo”, agrega. También, con un toque reivindicativo: “Cuando nos dimos cuenta de lo entretenidos que eran, hubo un punto de pensar: no puede ser que esto solo sea un hobby de chicos”. Seguidora de las sagas Horizon y Zelda, escogió esos estudios por la parte artística: “El diseño de mundos, el arte que hay detrás… cuando vi que era una salida laboral, dije: adelante”.
Pérez cree que, aunque entre los jugadores se acerca a la paridad, sí hay títulos claramente enfocados a un público masculino. “Más violentos, y con otras dinámicas que no me interesan tanto: disparar, conducir, pelearse… Aunque también hay juegos que buscan descaradamente un público femenino; existen juegos de vestir modelos para que luego desfilen, por ejemplo, que tampoco me interesan. Me interesa más la parte narrativa, una buena historia con la que puedas interactuar”, define.
“Satoru Iwata (fallecido exadministrador delegado de Nintendo) decía que no conocía a nadie que se preciara de no haber visto una película, mientras que sí sucedía con videojuegos”, subraya Curdi. De ahí que la casa de Super Mario y Zelda lleve años volcada en acabar con eso. El lema de su actual consola, Switch, es: “Aquí jugamos todos”. Accesibilidad, a costa de impacto gráfico. Tanto que, con 146 millones de unidades despachadas a 30 de septiembre —última cifra oficial disponible—, se ha colocado como la tercera más vendida de la historia, por detrás de PlayStation 2 y DS, con esperanza incluso de superarlas. A Iwata también se debe una teoría que sirve para entender otro aspecto del fenómeno: creía que la industria iba hacia títulos con gráficos y complejidad cada vez mayores, lo que reduciría el público. Y frente a esos “mares rojos” instaba a buscar “océanos azules”: es decir, hablarles a las masas, a través de interfaz sencilla, propuestas muy distintas y apuesta por el multijugador. Por si alguien pasa por el salón y también decide apuntarse. La reciente presentación en Madrid de Super Mario Party Jamboree ofrecía la fotografía que Nintendo querría en cada hogar: cuatro usuarios probando juntos, en la misma consola, los más de 100 minijuegos que incluye el título. Algunos no habían cogido antes un mando de Switch en su vida.
He aquí una opción, de entre muchísimas. Puede que Bloodborne o Cuphead y su implacable nivel de dificultad representen el exitoso extremo contrario. En medio hay juegos que apuestan por la libertad de sus amplios mundos explorables, como Read Dead Redemption, Horizon Zero Dawn o Grand Theft Auto; por narrativas de impacto, como A Plague Tale o Disco Elysium; por la adrenalina de frenéticos tiroteos y choques compartidos con amigos/enemigos, como Call of Duty, Fortnite, League of Legends o Mario Kart;
por aterrar al jugador, como Silent Hill 2, Outlast o Alan Wake 2; por una pausada construcción de mundos, como Minecraft o Animal Crossing; o por innovación y originalidad, como los independientes Firewatch, Gone Home, Her Story, Return of Obra Dinn, Celeste, Journey o The Stanley Parable. Todos, eso sí, comparten el intento de entretener. Y casi siempre, últimamente, un esfuerzo por la accesibilidad, con un abanico de opciones para que cada uno personalice el juego a su gusto y no se sienta rechazado. “Tenemos diseñadores dedicados específicamente a eso”, dice Capel.No todo el mundo, eso sí, cuenta con una consola. Tan solo las hay en un tercio de los hogares españoles, según el último anuario del Ministerio de Cultura. Y los ordenadores, presentes en el 79,1% de las casas, a menudo se comparten o precisan requisitos a la vanguardia para aguantar con fluidez los títulos más novedosos. De ahí que los videojuegos se subieran también al carro más masivo: el 84,2% de la población tiene un móvil con acceso a internet. Y ya lo usa para jugar incluso más que consolas o PC.
“El éxito del móvil en este ámbito ha sido acoplarse al día a día y sus momentos muertos”, reflexiona David Fernández Huerta, director de juego de UsTwo. Y responsable, entre otros títulos, de Monument Valley, cuya tercera entrega sale a la venta en unas semanas. Su obra supone una muestra de cuánta creatividad cabe en un teléfono: consiste en mover y modificar con el dedo escenarios con ecos oníricos y surrealistas para que la protagonista pueda avanzar. Lo cual también elimina una barrera de acceso a veces insuperable para el público más casual: el control de un mando con muchos botones. “Aunque el nivel de conocimiento de los videojuegos en los usuarios de móvil ha subido. Antes, solían ser todos verticales, para amoldarse al uso normal del teléfono. Ahora muchos de los más populares piden poner la pantalla en horizontal”, dice Fernández Huerta. Pero Monument Valley también ofrece indicios sobre el alcance del sector: lo descargaron más de 26 millones de usuarios. Y lo disfrutaba hasta Frank Underwood, el aspirante a presidente de EE UU en House of Cards, en un capítulo de la serie.
Los móviles, de todos modos, ofrecen muchas más posibilidades. Hay miles de títulos como Candy Crush, sencillísimos y perfectos para micropartidas sin más compromiso, que Fernández Huerta compara con “los pasatiempos del periódico”. “Los juegos casuales/sociales han impulsado la expansión del sector”, recoge el anuario de la SGAE. Pero las suscripciones a plataformas audiovisuales como Netflix o Apple TV+ también incluyen cada vez más videojuegos, entre obras facilonas y otras de autor, como Immortality; y se multiplican las adaptaciones a la pantalla de bolsillo de superventas como el simulador de fútbol EA Sports FC 25 (el viejo FIFA). “Hay un público relativamente nuevo de niños pequeños y preadolescentes que, en lugar de una consola, heredan el teléfono viejo de sus padres. Y se encuentran con un dispositivo en el que pueden jugar a Minecraft, Roblox o Fortnite, además sin tener que ocupar la televisión del salón”, plantea Fernández Huerta. “Algunos móviles se acercan a la potencia de las consolas y el contenido se puede recrear hasta cierto punto. Muchos triple A (como se conoce a las superproducciones) tienen su versión para teléfonos. La línea se ha difuminado mucho”, sostiene Javier Capel, de Ubisoft.
El empuje de los móviles, sin embargo, agiganta también las sombras del sector. Por un lado, muchos videojuegos agarran al usuario con la promesa del free to play —gratuitos, al menos en su descarga inicial—, pero esconden un sistema de compras internas: a menudo, las llamadas loot boxes, o Mecanismos de Recompensa Aleatoria, como las bautiza el Ministerio de Consumo, que envió al Congreso un anteproyecto de ley para limitar el acceso al menos por parte de los menores. Porque por una cantidad de dinero se obtiene una caja que puede contener —o mucho más probablemente, no contener— justo el futbolista, disfraz o vehículo que se anda buscando. Lo cual puede dar pie, según sus críticos, a compras compulsivas hasta dar con el objeto del deseo o perderlo todo en el intento. “Es lo mismo que el juego de azar y tendría que estar regulado de la misma manera”, zanja Fernández Huerta. “Son, por definición, sistemas de apuesta”, coincide Pablo Berracheguren, científico y autor del ensayo Neurogamer (Paidós). “Compartimos el objetivo de proteger a los menores en entornos digitales. Pero, como industria global, necesitamos que cualquier regulación se haga a nivel europeo con el fin de que nuestras empresas y usuarios disfruten de los mismos derechos que en el resto de nuestro entorno”, responde Moreno, de AEVI.
Más en general, la adicción a videojuegos, reconocido por la Organización Mundial de la Salud, suscita debates dentro del propio sector, y más para el público más joven. “Hay evidencia de que es posible que algunos la generen. Pero hay que tener en cuenta que el desarrollo de una adicción es multifactorial. Tampoco podemos poner todos los videojuegos en el mismo saco”, apunta Berracheguren. “Hay títulos diseñados a partir de técnicas neurológicas que buscan ser adictivos, con muchos estímulos constantes, tareas muy pequeñas que al cerebro le gusta completar y a las que puede acostumbrarse”, agrega Daniel Pellicer Roig, biotecnólogo y divulgador científico.
Ambos invitan a matizar título por título, jugador por jugador, tanto las posibles consecuencias positivas como negativas. Hay juegos que pueden mejorar la empatía, la comprensión de enfermedades mentales, la capacidad cognitiva o la gestión del espacio. Los hay también que pueden reforzar estereotipos, o enganchar en exceso. Algunos. En determinadas circunstancias. Para bien o para mal.
Berracheguren recuerda que un estudio encontró que, con las mismas horas de juego, algunos usuarios sí se volvían adictos y otros no: “Hay que valorar si distorsiona el resto de tu vida”. Así que ambos invitan a evitar conclusiones generales, poco fundamentadas, e ir caso por caso. Aunque el autor de Neurogamer sí desmiente tajantemente otro asunto: “En los últimos 15 años se ha revisado con menos sesgo y técnicas más modernas la posibilidad de que juegos violentos favorezcan comportamientos violentos y está prácticamente descartado. O no tiene efecto, o si lo tiene es ínfimo, comparado con cosas como una ideología de odio hacia algún colectivo”. “Recomendamos que los padres se involucren activamente, jugando con sus hijos, utilizando sistemas como PEGI para seleccionar por edad juegos adecuados, y estableciendo reglas claras sobre el tiempo y las condiciones”, dice Moreno, de AEVI.
Fernández Huerta reconoce el alto potencial de enganche de su sector. Pero, a la vez, parte del público videojugador les pide justamente obras más largas, donde vuelquen más horas. “Intentamos responder desde un punto de vista creativo, sin crear dinámicas de sentimiento de culpa, de ‘Ay, solo una más’. Tenemos responsabilidad de hacerlo de una forma que no perjudique al público”, argumenta. El creador considera que mecanismos parecidos están presentes en otras disciplinas: la proyección automática del siguiente capítulo en Netflix, el final impactante de cada capítulo de la novela El código da Vinci, de Dan Brown, o los cómics de 30 páginas de los superhéroes de Marvel o DC. Y, de paso, avisa de otro problema del sector: “En las noticias siempre se destaca que es la industria cultural que más factura. Pero, por dentro, hay una crisis total. Están cerrando un montón de estudios, muchos independientes no encuentran financiación. Esto hace también que las grandes empresas estén siendo más conservadoras”. De ahí que aumente la tentación de encadenar secuelas de marcas ya exitosas. Fernández Huerta agrega: “Hay una inestabilidad brutal que no existía hace 10 años”. Cada vez más gente juega. Pero, mientras, el sector también afronta una partida clave: la de su futuro.
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