Todo lo que Sam Rushby puede recordar sobre su familia son memorias fugaces de pasillos y salas de espera de hospital.
En 1994, con sólo dos años, perdió a su madre a causa del sida. Su padre murió con esta afección un año después en un hospital de Liverpool, en Reino Unido.
Su hermana también había sido infectada con VIH, por aquel entonces un virus nuevo e intratable, y murió antes de que él naciera.
“Destrozaron, literalmente, a mi familia y me la arrebataron”, relata al programa Panorama de la BBC en su primera entrevista.
“Siento como si se hubieran deshecho de ellos y se acabó la historia”.
El padre de Sam, Gary, fue una de las más de 1.200 personas que contrajeron el VIH en el conocido como “escándalo de la sangre contaminada”, la mayor parte de ellas después de recibir un medicamento elaborado con plasma sanguíneo proveniente de EE.UU. a finales de los años 70 y 80.
Una investigación gubernamental sobre lo que ha sido calificado como el peor desastre de la historia del sistema británico de salud pública, el NHS, va a dar a conocer pronto sus hallazgos.
Uno de los asuntos clave que está examinando es si las autoridades fueron demasiado lentas en actuar.
El programa Panorama de la BBC ha podido ver ahora pruebas de que la embajada británica en Washington advirtió al gobierno de Reino Unido sobre el riesgo de contraer sida a través de sangre contaminada a principios de los años 80.
Un funcionario de la embajada escribió un informe de cinco páginas a un alto funcionario del Departamento de Salud tras reunirse con un miembro del grupo de trabajo sobre el sida en EE.UU.
La advertencia, una de varias, llegó una década antes de que naciera Sam.
No fue hasta la adolescencia que Sam, quien ahora tiene 32 años, comenzó a conocer la verdad.
Su padre Gary nació con hemofilia, una condición genética que perjudica la capacidad de coagulación de la sangre. Casi siempre afecta a los hombres, aunque las mujeres son portadoras del gen de la hemofilia y pueden transmitirlo.
A finales de la década de 1970, Gary comenzó un nuevo tratamiento destinado a mejorar su vida de forma radical.
El Factor VIII se comercializó como un medicamento milagroso. Los pacientes podían tomar una botella de polvo blanco del refrigerador, mezclarlo con agua destilada e inyectarse ellos mismos.
El sangrado se detenía y, por primera vez, los hemofílicos podrían vivir una vida más normal.
Pero esos pacientes se enterarían más tarde de que lotes enteros del nuevo tratamiento habían sido contaminados con VIH y hepatitis C.
Alrededor de dos tercios de las personas infectadas con VIH en la década de 1980 desarrollaron sida y murieron antes de que los medicamentos antirretrovirales modernos estuvieran disponibles.
A Sam le costó entender la verdad de lo que le sucedió a su familia cuando finalmente sus abuelos se lo contaron.
“No me lo creía, no me lo podía creer”, afirma. “No puedo superarlo, ¿por qué tuvo que suceder?”.
A principios de la década de 1980, Reino Unido no podía satisfacer la demanda de Factor VIII, que se elaboraba acumulando (o mezclando) el plasma sanguíneo de miles de donantes individuales.
En su lugar, importaron el tratamiento desde Estados Unidos.
En Reino Unido, las donaciones de sangre siempre han sido voluntarias, pero en Estados Unidos se permite a las compañías farmacéuticas pagar por el plasma.
Grupos de alto riesgo, desde prisioneros hasta consumidores de drogas, tenían un claro incentivo económico para donar sangre y potencialmente mentir sobre su historial médico.
Las pruebas que han desvelado activistas y que ha podido ver la investigación pública en curso sobre el escándalo de la sangre contaminada muestran que, cuando se empezó a conocer el riesgo del sida, se enviaron una serie de advertencias claras al gobierno de Reino Unido.
En mayo de 1983, Spence Galbraith, director del Centro de Vigilancia de Enfermedades Transmisibles de Reino Unido, escribió a Ian Field, el principal funcionario médico del Departamento de Salud, instándole a que se retiraran del mercado todos los productos sanguíneos estadounidenses hasta que “se aclarara” el riesgo de contraer sida.
La carta de la embajada británica en Washington, que Panorama ha podido ver, también fue enviada al doctor Field apenas un mes después, el 28 de junio de 1983.
En ella, un funcionario de la embajada describe una reunión con un representante del grupo de trabajo sobre el sida del Centro para el Control de Enfermedades de Estados Unidos.
Se habló de la transmisión del VIH por la sangre, escribe en la carta. Los hemofílicos estaban “en mayor riesgo” debido a los “dudosos hábitos” de algunos donantes de sangre estadounidenses que habían sido pagados y por la mezcla de miles de esas donaciones para producir Factor VIII.
El grupo “Sangre Contaminada”, que representa a cientos de sobrevivientes y sus familias, asegura que la carta muestra un “asombroso nivel de conocimiento y detalle” sobre los peligros.
Pero esta y otras advertencias no fueron atendidas. Los pacientes del NHS continuaron recibiendo Factor VIII sin tratar importado de EE.UU. hasta al menos 1985.
Muchos de los que tomaron parte en esas decisiones en los 80 ya no están vivos, entre ellos Ian Field.
En 1983, el conocimiento sobre el VIH y el sida todavía era incipiente.
Por aquel entonces, un funcionario del Departamento de Salud dijo que la petición de retirar el Factor VIII estadounidense era prematura y que no tenía en cuenta los riesgos que suponía para los hemofílicos eliminar una fuente importante de su tratamiento.
Sam afirma que su padre no supo durante muchos años que había sido infectado con VIH.
Gary transmitió sin saberlo el virus a su esposa Lesley. Más tarde la mujer dio a luz a una hija, Abbey, que nació VIH positiva y murió con sólo cuatro meses de edad.
Lesley volvió a quedar embarazada y en 1992 llegó Sam, aunque esta vez la prueba del VIH dio negativa.
Pero sólo dos años después, Lesley murió de una enfermedad relacionada con el sida, seguida apenas un año después por su marido.
“Lo triste es que no tengo recuerdos de ellos, sólo un puñado de fotografías”, dice Sam. “Es ese constante sentimiento de tristeza, de preguntarse cómo habría sido crecer (con ellos)”.
Sam fue criado por sus abuelos, que le dijeron al principio que su mamá y su papá habían muerto de cáncer y de un derrame cerebral.
Sólo comenzó a descubrir lo que realmente sucedió en su adolescencia, aunque el estigma que rodea al sida le obligó a mantener los detalles en secreto porque, dice, “los adolescentes pueden ser crueles”.
“Siempre he sufrido de ansiedad y depresión. Si pierdes a tu mamá y a tu papá a una edad tan temprana, eso te va a dar ansiedad”, dice.
“Pero luego, más adelante, descubrí por qué y eso simplemente agravó la agonía”.
Sam es uno de los cientos de niños que perdieron a sus padres a causa del escándalo. Hasta la fecha, ninguno ha recibido compensación del gobierno.
Más de 30.000 pacientes del NHS se infectaron con VIH y hepatitis C entre 1970 y 1991 por productos sanguíneos contaminados como Factor VIII y IX, o a través de transfusiones de sangre tras una cirugía, un tratamiento o un parto.
En otros países, desde Francia hasta Japón, las investigaciones sobre la catástrofe médica concluyeron hace muchos años. En algunos casos, se presentaron cargos penales contra médicos, políticos y otros funcionarios.
En Reino Unido, los activistas afirman que el escándalo nunca ha recibido la misma atención.
Una investigación privada llevada a cabo en 2009, que se financió enteramente a través de donaciones, careció de poderes reales para llegar al fondo, mientras que otra investigación escocesa en 2015 fue calificada de “encubrimiento” por las víctimas y sus familias.
En 2017, forzada por la presión política, la entonces primera ministra Theresa May ordenó poner en marcha una investigación pública a nivel nacional.
Dirigida por el exjuez del Tribunal Supremo Brian Langstaff, tenía la capacidad de obligar a los testigos a declarar bajo juramento y de ordenar la divulgación de documentos.
Tras varios retrasos, su informe final deberá ser presentado el 20 de mayo.
La investigación encontró que 380 de los 1.250 pacientes con trastornos hemorrágicos que fueron infectados con VIH eran niños en ese momento.
Muchas familias también tuvieron que lidiar con el estigma de lo que entonces era una enfermedad intratable.
El hermano menor de Sarah-Jane, Colt, fue infectado con VIH y murió en 1992 a los 10 años. Sarah-Jane asegura que la familia, de la ciudad de Plymouth, tuvo que mudarse de casa tres veces para escapar del maltrato de sus vecinos.
“Nos rehuían, hablaban de nosotros. Colt no tenía amigos porque nadie quería jugar con él”, rememora.
“Amigos y vecinos se volvieron distantes, temerosos y acusadores”.
En septiembre de 1985, una escuela primaria del condado de Hampshire, en el sur de Inglaterra, apareció en las noticias nacionales cuando los padres de un joven hemofílico contaron a los profesores que había dado positivo por VIH.
Otras familias sacaron a sus hijos de clase y no los permitieron regresar hasta que se enviaron a especialistas en sida para explicarles los riesgos.
El niño en el centro de la tormenta mediática tenía sólo nueve años y en ese momento era anónimo. Pero ahora se le puede identificar como Peter Adlam, de 48 años.
“Solo recuerdo que no quería que me grabaran las cámaras a las puertas de la escuela”, revela a Panorama en su primera entrevista.
“Intentaba integrarme con los otros niños todo lo que podía. Cuando eres niño piensas que eres indestructible y que vas a vivir para siempre, y yo me estaba volviendo muy consciente de que no lo haría”.
Peter desarrolló graves problemas de salud relacionados con el VIH, entre ellos tres episodios de neumonía en 1996. A sus padres les llegaron a decir en un momento que tal vez sólo le quedaran unas semanas de vida.
Nuevos medicamentos contra el VIH llegaron a tiempo para salvarle la vida, aunque ha tenido que seguir lidiando con múltiples problemas de salud hasta el día de hoy.
“Hasta ese momento no pensaba que llegaría a ver el año 2000. Era desolador y no había muchas esperanzas”, dice.
“Veía a otras personas de mi edad vivir sus vidas y yo no podía hacerlo. No he tenido una carrera, no he viajado. No puedo imaginar cómo habría sido mi vida si no me hubiera infectado”.
En agosto de 2022, el gobierno acordó pagar las primeras compensaciones provisionales de 100.000 libras (US$125.700) a unos 4.000 sobrevivientes del escándalo o a sus desconsoladas parejas.
Los ministros han indicado que planean extender esos pagos a los padres e hijos de los infectados, entre ellos Sam Rushby, y también quieren establecer un plan definitivo de compensación.
Pero aún no se ha establecido un calendario en firme para realizar los pagos, y es probable que el costo total ascienda a miles de millones de libras.
“Esta fue una tragedia espantosa que nunca debería haber ocurrido. Tenemos claro que se debe hacer justicia y rápidamente”, afirmó el gobierno británico a Panorama en un comunicado.
“Esto incluye el establecimiento de un nuevo organismo para ofrecer un Plan de Compensación de la Sangre Contaminada, que contará con todos los fondos necesarios para ofrecer compensaciones una vez que se hayan identificado a las víctimas y evaluado las reclamaciones”.
“Seguiremos escuchando atentamente a la sociedad mientras abordamos este terrible escándalo”.
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