Empecemos por algunas nociones básicas. En el cerebro, la información se guarda en diversos grupos, circuitos o asambleas de neuronas que establecen multitud de enlaces entre ellas. No se trata de conexiones físicas, sino de reducidos espacios que quedan entre el final de una neurona (axón) y el comienzo de otra (dendrita) donde se vierten unas sustancias químicas denominadas neurotransmisores. Es lo que en la jerga científica se conoce como sinapsis. “Estas sinapsis son plásticas, dinámicas, por eso, la fuerza o eficiencia de las conexiones puede variar, aumentar o disminuir con el paso del tiempo”, explica Santiago Canals, uno de los científicos españoles que más sabe acerca de la memoria y miembro del Instituto de Neurociencias, centro mixto de la Universidad Miguel Hernández (UMH) de Elche y el CSIC. “Cada vez que el cerebro recibe un estímulo —un sonido, una imagen, un olor…— o vive una determinada experiencia, se activa un grupo o constelación de neuronas y sinapsis”, dice Canals.
La repetición del mismo estímulo o experiencia hace que esas conexiones se vuelvan a activar y se refuercen. Si no hay refuerzo, pierden intensidad y eficiencia. Por liar un poco más el asunto, resulta que los circuitos sinápticos pueden, además, asociarse entre sí de forma jerárquica, y establecer así nuevas conexiones entre neuronas de distintos circuitos. “Estas asociaciones contendrían información de orden superior, como, por ejemplo, la relación que existe entre una acción determinada y la obtención de una recompensa o un castigo”, aclara Canals.
Visto así, podríamos caer en la tentación de pensar que la memoria funciona como una biblioteca o, en una versión más moderna, como un disco duro repleto de archivos y documentos. Es decir, que la información entra por alguna parte, el cerebro la almacena y luego, cuando nos hace falta, la consultamos. Pero nada más lejos de la realidad. “Nuestra memoria no es fija, no es comparable a una memoria USB, ni tampoco a un ordenador: es un proceso que evoluciona”, sentencia Canals. Eso no significa que estemos mal hechos, ni mucho menos. Sencillamente, es así porque su función dista bastante de brindarnos un repositorio estático de información. Si la memoria existe es para ayudarnos a entender el mundo que nos rodea y, en la medida de lo posible, predecir sus cambios, anticiparnos a los peligros y adaptarnos con flexibilidad a sus sucesivas transformaciones.
Para cumplir con este propósito, serviría de poco –incluso, sería contraproducente– hacer acopio dentro de la sesera de toda la avalancha de datos y estímulos que recibimos a diario. “Lo que debe hacer el cerebro es almacenar la información justa que nos permita generalizar para entender un mundo en continuo cambio”, señala Canals. E insiste: “La memoria no es un almacén, sino un proceso en movimiento”. De hecho, aclara que, cada vez que recordamos, exponemos la información al momento presente, y eso implica que se reescribe. Así, la lección más importante que nos enseña Canals durante nuestra conversación es que nada, absolutamente nada, es inamovible en la memoria.
Otra tendencia que la ciencia ha desterrado para siempre es el llamado neuronacentrismo. Porque ni todo el monte es orégano, ni todo el encéfalo son neuronas. Hay otras células relevantes, entre ellas, los astrocitos, que hasta hace poco eran considerados meros actores secundarios o, incluso, de reparto, en la película de la memoria
. En teoría, su rol se limitaba a asegurarse de que las neuronas recibían suficientes nutrientes, sostenerlas en su posición y retirar la basura molecular. El año pasado, un estudio científico cambió las tornas al demostrar que estas células con forma de estrella también brillan con luz propia. Es más, parece que sin ellas no se pueden consolidar los recuerdos a largo plazo. No acaba ahí la cosa. Una investigación de la que se hacía eco la revista Science a principios de año desvelaba que las células de la microglía, unos macrófagos especializados en limpiar el cerebro, también absorben y borran los recuerdos sin importancia. Según Chao Wang y sus colegas de la facultad de Medicina de Hangzhou (China), estas células se comportan como jardineros especializados en podar las sinapsis sobrantes. Sin ellas, olvidar sería imposible.¿Y eso sería malo? Malo no, malísimo. Después de todo, no hay que caer en el error de considerar el olvido como un fallo o un patinazo de la memoria. Para poder presumir de ser dueños de una cabeza sana, tan importante es olvidar como recordar. Un estudio canadiense publicado hace tres años en la revista Neuron lo dejaba bastante claro: lo que distingue la buena memoria de la mala no es ser capaz de recordar más información durante mucho tiempo, sino optimizar lo que se recuerda. Recordarlo absolutamente todo es innecesario, como ya apuntábamos al principio. Lo realmente inteligente es que el cerebro sea capaz de obviar los detalles irrelevantes para retener solo lo que puede ayudar a que su dueño tome buenas decisiones. Si olvidamos lo intrascendente de manera controlada, tendremos más capacidad de generalizar y predecir lo que está por llegar. En otras palabras, seremos mucho más listos. “Hace algún tiempo que sabemos que el olvido no es solo un proceso pasivo, de desgaste, sino que existen mecanismos cerebrales específicos para borrar información”, aclara Canals. “Es evidente —continúa—que no queremos recordar cada detalle de cada día que vivimos, entre otras cosas porque, como nos sugería el ensayista y poeta argentino Borges en Funes el memorioso, recordar un día nos llevaría veinticuatro horas”.
Le preguntamos al investigador. “Yo creo que no hay equilibrio”, nos corrige. “En mi opinión, la memoria tiende a olvidarlo prácticamente todo, a no ser que resulte singular, a no ser que haya un cambio con respecto a la situación anterior. Es lo que llamamos novedad”. La novedad resulta, de hecho, uno de los principales tamices que utiliza nuestro cerebro para filtrar lo que entra en la memoria, según Bryan Strange, director del Laboratorio de Neurociencia Clínica del Centro de Tecnología Biomédica de la Universidad Politécnica de Madrid. “Si todos los días haces el mismo trayecto de casa al trabajo, en tu memoria no queda ni rastro de lo que sucede por el camino… salvo si un día te encuentras con un elefante cruzando un semáforo en pleno centro de la ciudad”, comenta Strange.
Dice este neurocientífico que este tipo de brechas entre las expectativas y la realidad aumenta de forma considerable la probabilidad de recordar para toda la vida una experiencia. Lo extraordinario siempre se hace un hueco en la memoria, porque viola cualquier predicción. “Lo que nos asusta o tiene un contenido emocional impactante también se nos queda grabado”, relata Strange. Concretamente, lo emocional hace que se libere noradrenalina, mientras que lo nuevo o sobresaliente dispara la dopamina. Ambos neurotransmisores activan esta función.
Strange sabe de lo que habla. Se ha pasado los últimos veintidós años intentando descifrar los intríngulis de la memoria. “Y, aún así, debo confesar que los neurocientíficos no tenemos claro cómo se guardan exactamente los recuerdos a nivel molecular y neuronal, lo que en cierto modo resulta frustrante”, admite. Nos explica que, aunque nadie discute que el hipocampo es una parte imprescindible para recordar, todavía se debate si su papel es limitado en el tiempo.“Muchos investigadores creen que la memoria retenida del hipocampo tiene fecha de caducidad”, dice Strange. Nos aclara que se basan en que los enfermos de alzhéimer, que normalmente sufren daños en el hipocampo, conservan los recuerdos de la infancia, pero olvidan lo reciente.
¿Y él que opina? Se lo preguntamos. “Yo sospecho que el hipocampo guarda recuerdos más específicos, con más detalles, y otras áreas del cerebro se ocupan de una memoria más general, como la de los recuerdos infantiles”, nos responde.
Ahora Strange anda enfrascado en un proyecto del que disfruta como un niño que estrena zapatos nuevos. Se llama RememberEx y acaba de cumplir un año. Su objetivo no es otro que identificar los mecanismos electrofisiológicos de la memoria dentro del cerebro humano. “Queremos entender cómo y por qué ese recuerdo del elefante cruzando el paso de peatones se nos graba con tanta fuerza“, resume. O lo que es lo mismo, la capacidad selectiva de la memoria. Él y sus colegas trabajan con pacientes que tienen electrodos implantados por distintas enfermedades y que, por lo tanto, les proporcionan acceso directo al cerebro.
“Lo que pretendemos es hallar la respuesta a una cuestión que para mí es casi un santo grial, porque llevo años detrás de ella”, se sincera el investigador. “El hipocampo —continúa— es importante para la memoria, pero su vecino de enfrente, la amígdala, que procesa el contenido emocional del entorno, también tiene mucho que decir
”. En teoría, la amígdala modula el hipocampo, pero la palabra modula es muy imprecisa, pues no concreta de qué mecanismo estamos hablando. “Ahora con RememberEx parece que al fin empezamos a descifrar cómo se comunican el hipocampo y la amígdala, cuál es su auténtica relación, y para mí está resultando apasionante”, nos cuenta visiblemente emocionado.Esto entronca con las últimas investigaciones llevadas a cabo en el laboratorio de Canals. Combinando imágenes cerebrales de resonancia magnética en alta resolución y herramientas de estadística física, este científico estudia el núcleo accumbens, un área del cerebro que forma parte del sistema de recompensa y que resulta ser crítica para mantener la comunicación en las redes de memoria. Tanto, que “sin una actividad normal en este área se pierde la comunicación entre el hipocampo y la corteza prefrontal, imprescindible para que se consolide la memoria a largo plazo”. “En otras palabras, los centros de recompensa, juegan un papel inesperado a la hora de seleccionar qué recuerdos se retienen de forma duradera”, dice Canals.
Lo que está claro es que, a estas alturas, no podemos seguir hablando del hipocampo como sede de la memoria. Esta función se ha descentralizado definitivamente. Atrás quedó la vieja idea de los compartimentos estancos. “No podemos reducir la memoria a procesos discretos que suceden en distintas regiones cerebrales de forma independiente —amígdala, corteza prefrontal, corteza motora, accumbens, etc.— y que, luego, de alguna manera, se combinan”, aclara Canals. La memoria podría compararse con una compleja orquesta en la que, eso sí, parece que el hipocampo lleva la batuta. “Es más, para entender la memoria como función, deberemos estudiarla en el contexto del individuo en su medioambiente –embodiment–, y en sociedad”, añade el neurocientífico. “Durante siglos, uno de los dogmas en neurociencia era que los humanos nacemos con un número limitado de neuronas, que son con las que nos desenvolvemos el resto de nuestra vida”, cuenta Strange. Y añade: “En la actualidad, sabemos que no es así, que constantemente se forman nuevas neuronas, especialmente, en el hipocampo”. Un proceso conocido como neurogénesis.
Es más, según un estudio liderado por investigadores españoles del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa (Madrid), hay evidencias de que el encéfalo produce nuevas neuronas hasta la novena década de la vida. Lo interesante del asunto es que, si se encuentra el modo de incrementar el nacimiento y la maduración de nuevas células nerviosas, tal y como ya se hace ya en ratones de laboratorio, tendríamos un arma potente para ralentizar el alzhéimer y otras enfermedades neurodegenerativas.
Hay ancianos que no la necesitan. Y no solo porque en sus cerebros se produce una eficaz neurogénesis. Hace una década, investigadores de la Universidad Northwestern (EE. UU.) pusieron el foco sobre un grupo de individuos con más de ochenta años a sus espaldas que tenían una increíble memoria —episódica, sobre todo—, equivalente a la de cualquier adulto de cincuenta años. Es como si su cerebro hubiese encontrado la manera de pisar el freno del envejecimiento. Los llamaron superagers, nos explica Strange, que asegura que es muy interesante estudiarlos para intentar averiguar qué tiene de peculiar su encéfalo, su genética, los acontecimientos que han vivido, incluso su familia. “Los neurocientíficos estadounidenses quieren encontrar en el coco de estas personas factores protectores de la memoria. Y eso es bueno, porque nos afanamos en identificar factores de riesgo implicados en el desarrollo de la demencia, y creo que resulta más interesante aún conocer que es lo que mantiene la memoria intacta”, reflexiona Strange. De momento, se sabe que los superagers destacan por cómo se enfrentan al estrés. “Siempre sacan lo mejor de cualquier circunstancia, su resiliencia es envidiable. Se vienen arriba incluso en las circunstancias más adversas”, explica Emily Rogalski, una de los investigadores al frente del estudio.
Es probable que, si siguen avanzando en sus pesquisas, se topen con que el estado de los vasos sanguíneos de estos ancianos de memoria prodigiosa es espectacular. El año pasado, investigadores de la Universidad de Umeå (Suecia) llegaron a la conclusión de que el deterioro que experimenta la sesera al envejecer tiene que ver mucho con la circulación sanguínea por su interior.
Al parecer, el cerebro recibe una mayor carga de los latidos del corazón a medida que transcurren los años, de modo que acaban endureciéndose las arterias grandes del cuerpo, como, por ejemplo, la aorta. Eso termina causando daños importantes a los vasos sanguíneos más pequeños, entre ellos, los del cerebro. En consecuencia, este estaría cada vez peor irrigado. Según el modelo de los investigadores, el hipocampo sería un área especialmente vulnerable e este deterioro progresivo. Otra cosa que les pasa a los ancianos habitualmente —y puede que a los superagers no— es que tienden a distraerse. Y, con la atención dispersa, la memoria titubea.
Hace un par de años, un estudio de la Universidad de California del Sur (EE. UU.) demostró que esta tendencia a la dispersión guarda relación directa con el funcionamiento del locus coeruleus, una estructura cerebral diminuta pero profusamente conectada que se encarga de mantener la atención. Además de ser una de las primeras perjudicadas cuando ataca el mal de Alzheimer.
Otro rasgo que la diferencia de un pendrive es la subjetividad. Dice Canals que hay que quitarse de la cabeza esa idea de que es un registro objetivo de imágenes, olores y sonidos. “Las experiencias son una representación filtrada de lo sucedido —la propia retina preselecciona la información que verá el cerebro—, a la que le añadimos nuestro punto de vista”. Aclara que dicho punto de vista “no es, ni más ni menos, que el matiz que aportan las experiencias previas, que a su vez se trasforman en expectativas”. Eso significa que gran parte de lo que vemos está condicionado por lo que esperamos ver. Por eso, el neurocientífico español está convencido que “hay tantos recuerdos de una misma experiencia como observadores”. Eso implica, además, que no se puede hablar de recuerdos falsos o verdaderos. “Solo hay recuerdos, sin adjetivo“, recalca Canals. ¥ añade: “Si hilamos con lo anterior, son una representación de lo sucedido, pero solo aproximada, fruto de nuestra interpretación”.
La neurociencia confirma que, como decía aquel famoso poema de Ramón de Campoamor, todo es según el color del cristal con que se mira. En la información que recibimos del exterior proyectamos, por lo tanto, nuestras expectativas y creencias. Ambas se incorporan a los recuerdos sin darnos cuenta. Entre los múltiples experimentos que lo confirman, Canals subraya algunos que sugieren que “el recuerdo de un acto violento presenciado por la noche, sin visibilidad, llevará asociado en la memoria a un criminal ‘invisible’ pero con un color de piel determinado dependiendo de a quién y dónde preguntemos”, aclara el neurocientífico. Y para concluir lanza al aire una interesante pregunta para reflexionar: ¿cuántos presos no estarían ahora en la cárcel si aceptásemos las limitaciones de nuestra preciada memoria?
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