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Qué ver en Bulgaria, el gran secreto del este de Europa

Plovdiv entre siete colinas

Hace 2600 años, por la calle Tseretelev también pasaba gente. Tal vez de forma más apresurada que quienes ahora buscan los tesoros arquitectónicos de Plovdiv, la segunda ciudad más importante de Bulgaria. Serían comerciantes o artesanos que ocupaban una de las siete colinas sobre las que se asienta la milenaria villa.

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Para llegar a la Ciudad Vieja hay que atravesar el barrio de Kapana, el más cool de la población, repleto de bonitos murales pintados en las paredes por artistas urbanos. Con tiendas originales en las que igual te hacen unos zapatos a medida en pocas horas que te convierten una percha y unos pedazos de corcho en una escultura. Con restaurantes muy modernos de sillas desparejadas y camareros tocados con sombreros porkpie que sirven comida de fusión en frascos de conserva.

En los planos que regala la oficina de turismo aparece denominada como Distrito Creativo. Se halla en un llano cuadrado y abarca apenas veinte calles.

LA plovdiv DE LOS COMERCIANTES

Cuando se cruza el túnel subterráneo que salva la avenida del zar Boris III y se atacan las calles empinadas del casco antiguo, el paisaje se metamorfosea. Se deshace la cuadrícula y las rúas toman formas sinuosas, se estrechan y conducen a casas enormes pintadas con esmero de orfebre, de colores llamativos y cenefas.

 

Son las posesiones inmobiliarias del siglo XIX de los más ricos comerciantes de la ciudad. Se visitan con veneración, haciendo crujir los anticuados parqués y entrando en prodigiosas estancias «de recibir» en las que invariablemente se agolpaban los mejores muebles de la casa y una glorieta acristalada con vistas al jardín. También contaba con un espacio llamado alafranga que hacía de trampantojo y presentaba un refinado gusto francés, en contraste con el aire oriental del resto de la vivienda, que era a la turca. Es la influencia del Imperio otomano, que pasó aquí cinco siglos, destruyendo más que construyendo, pero que ha dejado su inevitable poso en el espíritu búlgaro.

Foto: Getty Images

Los barrios de Plovdiv están prodigiosamente bien enlazados. Se pasa de este rosario de casas imponentes a las ruinas romanas en un santiamén, llegando a un anfiteatro. Y luego a un estadio. Y más adelante a un foro. Y después a un odeón. Todo ello integrado en la avenida peatonal y comercial más moderna de la villa, encajado como un perfecto puzle. Y entre medio, la mezquita Dzhumaya, una de las más antiguas de los Balcanes, donde se lanzan alabanzas a Alá desde el siglo xv. Sus paredes están decoradas como una bonita alfombra y despierta esa confusión tan habitual en este país. ¿Estás en Bulgaria o en Turquía? ¿En una exquisita mezcla de los dos países?

 

Para apreciar mejor el hoyo en el que se encaja el entramado urbano, se sube a la colina Nebet Tepe, donde los tracios fundaron la primera ciudad. Los arqueólogos aseguran que en esta cima vivía gente hace ya seis mil años. Solo quedan cuatro cascotes, pero la panorámica es inmejorable.

LOS YACIMIENTO ROMANOS DE PLOVDIV

Los barrios de Plovdiv están prodigiosamente bien enlazados. Se pasa de este rosario de casas imponentes a las ruinas romanas en un santiamén, llegando a un anfiteatro. Y luego a un estadio. Y más adelante a un foro. Y después a un odeón. Todo ello integrado en la avenida peatonal y comercial más moderna de la villa, encajado como un perfecto puzle. Y entre medio, la mezquita Dzhumaya, una de las más antiguas de los Balcanes, donde se lanzan alabanzas a Alá desde el siglo XV. Sus paredes están decoradas como una bonita alfombra y despierta esa confusión tan habitual en este país. ¿Estás en Bulgaria o en Turquía? ¿En una exquisita mezcla de los dos países?

 

Para apreciar mejor el hoyo en el que se encaja el entramado urbano, se sube a la colina Nebet Tepe, donde los tracios fundaron la primera ciudad. Los arqueólogos aseguran que en esta cima vivía gente hace ya seis mil años. Solo quedan cuatro cascotes, pero la panorámica es inmejorable.

 

Foto: Adobe Stock

 

Bachkovo, un monasterio en el camino

A media hora en coche de Plovdiv está el monasterio de Bachkovo, el segundo más importante del país. Está tan escoltado de tiendas de recuerdos, bares y restaurantes –lo que habla de su popularidad– que podría pasar inadvertido el imponente osario de monjes que se halla justo a la entrada. Hay que visitarlo, si a uno no le imponen cientos de calaveras apiladas como tomates en una verdulería.Luego se entra en un recogido patio 
donde se asienta la bonita y pequeñaja iglesia de Sveta Bogoroditsa y, sobre todo, en el lado sur, el refectorio de los monjes, cubierto por una cúpula de cañón decorada hasta la extenuación con frescos de santos y escenas que narran la historia del monasterio.

KAZANLAK, LA CIUDAD DE LAS ROSAS

Kazanlak está clavada prácticamente en el centro geográfico de Bulgaria, como una chincheta en un mapa. Los viajeros más pirados podrían acudir a ella solo por su sonoridad, esa perfecta combinación de aes con dos kas y una zeta. Pero hay mejores motivos: es el centro de un universo perfumado. En su valle se fabrica el 60% de la producción mundial de aceite de rosas.

Un urbanista diría que Kazanlak se articula en torno a la alegre plaza Sevtopolis. Cualquier otra persona, que alrededor de los pétalos de la rosa damascena, traída hace tan solo 300 años de la capital de Siria para convertirse en la raison d’être de la villa y el valle circundante. Durante los últimos meses de primavera todo el territorio se convierte en una nube fragante.

Los llanos terrenos agrícolas están literalmente alfombrados de rosales. Cuadrillas de especialistas gitanos –muy apreciados por su profesionalidad y delicadeza en la recogida– se ocupan de atrapar a pellizcos los capullos que, mediante un proceso industrial bastante sencillo, se convierten después en aceite esencial, perfume, agua aromatizada, efluvio para velas, pastillas de jabón, champú, gel, crema hidratante… Meterse una cucharada de mermelada de pétalos de rosa en la boca te convierte inmediatamente en pachá. Probar una pieza de lokum –la versión búlgara de la delicia turca– de esa misma flor es darle un mordisco a un cumulonimbo aromático.

 

Foto: Adobe Stock

LA TUMBA TRACIA MÁS IMPORTANTE DEL PAÍS

Kazanlak cuenta con un parque dedicado a diferentes variedades de rosas, confeti vivo. Y, pegado a él, un modesto pero didáctico museo sobre el mismo tema que ilustra al visitante acerca de la riqueza sobre la que se ha edificado la ciudad. En las afueras, las fábricas más veteranas dejan visitar sus obradores, pero ocultan a los extraños sus más preciados secretos sobre cómo destilar perfectamente la flor. Tras expirar junio, cuando los rosales quedan desprovistos de flores, se empieza con el cultivo de la lavanda, que decora los campos de púrpura y de un nuevo aroma. Tiene Kazanlak la tumba tracia decorada más importante del país. Pero incluso esto queda eclipsado por el perfume floral.

Foto: Shutterstock

VELIKO TARNOVO ENTRE MONTAÑAS

En Bulgaria no hay transiciones entre la llanura y el monte. De repente empiezan cuestas inimaginables que te meten de lleno en bosques frondosos y te recuerdan, por si lo habías perdido de vista, que te hallas en plenos Balcanes.

Veliko Tarnovo fue capital de los antiguos zares. Se halla en las Montañas Centrales. Los búlgaros la adoran porque les transporta al momento cumbre de su cultura, y porque allí se proclamó la independencia del país en el año 1908.

 

Los extranjeros también se enamoran de ella, pues la arquitectura tradicional llega a la sublimación, y quedan barrios intactos de casas de madera siguiendo los surcos sinuosos del río Yantra, que marca un desfiladero que pocos pueblos se habrían atrevido a poblar. Aquí lo han hecho con alegría y mucha constancia, ignorando las dificultades que representa estar cambiando continuamente de orilla, de ladera, salvando desniveles que nada tienen que ver con el pragmatismo. La mejor manera de recorrer la ciudad es «bustrofedoneando», cual buey que enlaza hileras cuando está arando.

La fortaleza de Tsaverets se asienta en el punto más alto, y domina con su silueta toda Veliko Tarnovo. Esta maravilla gigantesca desparrama sus muros almenados por las vertientes cercanas y acaba cerrándose para dejar un único acceso en una puerta de rastrillo que se cierra todas las noches. Dentro de sus paredes se erigen hasta nueve iglesias y la torre de Balduino, desde donde se domina el valle del Yantra entero.

LOS SABORES DE BULGARIA

Hay que hacer un aparte para hablar de la comida búlgara. Tal vez sea una de las mejores de Europa. Bueno, sin tal vez: lo es. Amalgama con sapiencia la frescura de hortalizas, verduras y huevos con carne y hasta pescado procedente del mar Negro. El pellizco de hierbas aromáticas justo. La cocción lenta en recipientes de barro. Y el aderezo del queso, lácteo que aparece puntual en todos y cada uno de los platos, desde la ensalada inicial hasta el postre, pasando por el estofado de cordero, el mishmash de tomates y pimientos, la sopa tarator de pepino o el kyopolou de berenjenas. El queso más popular se llama sirene, es un primo hermano del feta griego y mejora cuanto toca.

 

Y el yogur, que también está siempre, como un gato enredándose entre las piernas, tiene la consistencia de un helado y la fragancia de los prados en que han pastado cabras, ovejas y vacas. Panes –muchos de ellos rellenos de queso (parlenka)– que invitan a la glotonería farinácea. Ayran (batido de yogur, sal y agua) para beber y baklava para coronar el postre, en la inevitable reminiscencia otomana.

 

Los búlgaros sienten debilidad por las tabernas (mehana), con aspecto de restaurante rural, manteles a cuadros y aperos colgados de las paredes. Están por todas partes excepto en la capital, Sofía. Son la mejor apuesta gastronómica, y en Veliko Tarnovo alcanzan la categoría de sublimes. Entrar en una mehana y salir como una foca cebada dos horas después es un satisfactorio reto diario.

Foto: Getty Images

OSOS Y BÚLGAROS

 Cuando se emprende una excursión por uno de los centenares de senderos bien señalizados de Bulgaria se encuentran rótulos en los que se aconseja caminar haciendo ruido para mantener alejados a los plantígrados. Reconforta saber que hay lugares en la Vieja Europa donde la naturaleza todavía tiene mando en plaza, y que los seres humanos debemos ir silbando o pateando para que los reyes de la floresta no se nos zampen.

Los avisos de ese tipo se multiplican en las montañas del suroeste, la zona más visitada de Bulgaria. Aunque se trata de turismo interior, el extranjero aquí es una rareza. Bansko se presenta como la ciudad ideal para fijar el campo base.

Foto: Getty Images

LAS MONTAÑAS DE PIRIN Y RILA

Queda a la entrada del Parque Nacional Pirin y a poco rato en coche del Parque Natural de las Montañas de Rila. Los senderos están frecuentados por búlgaros que se ahíncan en llegar a lagos, cascadas y pinos milenarios vestidos de domingo, con pantalones de pinzas ellos y tacones y bolso colgado del antebrazo ellas. Elegancia ante todo, aun cuando haya que encaramarse a los 2000 m de altitud para tener la visión de una belleza alpina en la que la nieve y el hielo no cejan ni siquiera en el centro del verano.

Bansko es bonita y cómoda. Cuartel general de esquiadores en invierno, el verano es su temporada baja, momento en el que se aprovechan sus buenos hoteles y restaurantes a precios rebajados. Goza de un centro urbano apreciable, una iglesia parroquial cuyo campanario pueblan estilosas cigüeñas y un museo de iconos religiosos que puede entretener las tardes.

Foto: Shutterstock

RILA, UN MONASTERIO QUE ES TODA UNA JOYA

En hora y media de coche en dirección norte, rodeando Blagoevgrad, se alcanza el monasterio de Rila, una de las citas ineludibles del viaje por Bulgaria. Es el cenobio más importante del país, Patrimonio de la Humanidad y conjunto de edificios que los nacionales veneran y visitan repetidamente sin cansarse. Se trata de un recinto amurallado cuyas paredes interiores alojan varios pisos porticados con las dependencias de los monjes.

 

Foto: iStock

En el centro de un patio empedrado se alza la iglesia, dibujada hasta el último rincón con frescos que hablan de santos, martirios, juicios finales, milagros y escenas bíblicas. Dentro guarda el habitual joyero cristiano ortodoxo, con imágenes ahumadas por las velas y el paso de los siglos; misteriosos iconostasios cubiertos por recios cortinajes con antesalas que no se pueden traspasar. Lo mejor es subir al campanario exento y contemplar el conjunto, así como las montañas que cierran el monasterio y que son una invitación al senderismo y al encuentro con el deseado/temido oso pardo.

 

Foto: Shutterstock

El ritmo de Sofía

Es buena idea cerrar el viaje búlgaro por la capital, Sofía. Se pasó de frenada quien la calificó de París de Oriente, pero es una ciudad hermosa que tiene su propio camino de baldosas amarillas. Una parte del centro está pavimentado así desde 1906, pero no para conducir a Oz, sino a los edificios más importantes del poder: parlamento, casa de gobierno y museos. Sofía también alberga catedrales e iglesias de porte sensacional, como Sveta Nedelya, Svet Nikolai o Alejandro Nevski. O la mezquita Banya Bashi, diseñada por el mismísimo Sinán, el gran arquitecto otomano de los siglos xv y xvi.

 

Las autoridades búlgaras han desterrado todas las estatuas del periodo socialista a un museo casi oculto por zarzas junto a la parada de metro de Dimitrov. Vale la pena buscarlo, están petrificados el Che Guevara y Lenin en todas las apariencias reproducibles. Y hay bellezas conmovedoras como el cuadro Clase de alfabetización, de Stoyan Venev. El pulso de la ciudad lo mide el céntrico mercado de las Mujeres, animado desde primera hora de la mañana y hasta que oscurece. Fruta, verduras, carne, pescado, queso, yogur, alfombras, muebles, semillas… y mucha interacción con los vendedores, simpáticos y socarrones.

Foto: Shutterstock

UN PUNTO FINAL ENTRE FRESCOS

La gran joya de Sofía, sin embargo, se localiza en un bosque de las afueras. Se trata de la iglesia de Boyana (siglo XIII), que posee los mejores murales medievales del país. Durante la visita se entra en el pequeño templo en grupos de seis personas mientras un ceñudo vigilante pone en marcha un temporizador de cocina con diez minutos para la contemplación de las pinturas. El tictac resuena en el frío espacio vacío. Debe ser el único lugar del país donde las normas se cumplen a rajatabla.

 

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